prólogo

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 Cada año, cuando llega ese día, el mundo parece acordarse a propósito de que seguía existiendo. Igual que se acuerda de las demás, aunque en su caso es de forma más ceremonial, más silenciosa. Y es el recuerdo manifestándose cada segundo el que la lleva a hacerse de nuevo esa pregunta, la maldita pregunta, que cumple años en noviembre, que se hace también el resto de días del año pero sin el contexto que sostiene todos los discursos, que les da sentido, porque para ella lo tendrá probablemente toda su vida.

¿Por qué ellas?

¿Por qué yo no?

¿Por qué todo el mundo siente pena por , si fue a a quien no le pasó nada?

"Lo siento mucho. Debe ser complicado."

"Cielo, come algo. Pronto será mañán, va, non te angusties. Tes que comer."

"Estoy aquí, hermanita."

"¿Vas bien?"

"Te quiero, Alba. Gracias por lo que haces por nosotras siempre."

 Siempre le han dicho que las siete casas del pueblo dejarían de brillar el día en que se fuese, porque ella sustituía al sol cuando este se escondía entre las nubes, porque era un milagro que hiciese sol en un lugar como ese, en Galicia, en aquel maldito pueblo del que nadie había hablado antes hasta que, de repente, el país, y puede que también el mundo, rodeó su nombre en los mapas con un permanente rojo. Todos sabían que el que ella siguiese allí solo se explicaba porque no había tenido la oportunidad de marcharse. A pesar de su trabajo como voluntaria en el banco de alimentos, a pesar de haber conseguido una mención de excelencia al acabar Bachillerato en el único instituto de la comarca, a pesar de su fervor artístico, de su voz prodigiosa. Tenía todas las oportunidades para huir, ordenadas como las cartas de una baraja abierta. En bandeja. Su padre se lo había dicho muchas veces: escapa. A la mínima oportunidad, Alba, escapa.

 Este sitio te va a tragar si no lo haces.

 Se acuerda de él cada vez que pasa delante del monumento de la plaza que las homenajea, que ahora se llama como ellas, y de la que no habían retirado el banco en el que se sentaban cuando regresaban de clases por las tardes.

 También lo recuerda al entrar en el cementerio.

 Al observar las estatuas, que custodiaban desde una altura prudente el lugar en su amplitud, y su mármol ennegrecido, es cada vez más consciente de que el escultor no había logrado capturar la expresión danzarina y alegre que exhibían cuando pisaban su casa, con una sonrisa que sí era comparable al sol, cada sábado, en un intento vano por convencerla de salir a pasear hasta que diesen las seis, de ir al club que había en uno de los pueblos vecinos para que les dieran las diez, porque Umeiros a demasiado pequeño para que el negocio resultase rentable. Tenían dieciseis y diecisiete años, pero la piedra las hacía parecer centenarias, más jóvenes, más ancianas. Era el objetivo de la piedra: la eternidad.

 Su padre solía ser el que las llevaba al club cada sábado, pero ese día tenía que trabajar hasta tarde, muy tarde y Alba llevaba todo el día encontrándose terriblemente mal. Repitieron el relato tantas veces en comisaría, al testificar, en los juzgados, que revivirlo era casi un viaje en el tiempo al momento presente, pues llevaba coexistiendo con esa sensación, con su padre volviendo a casa a las tres de la mañana, cuando aún ella seguía despierta, tanto como años pasaron desde aquella noche.

 Al amanecer esa madrugada, notó que su cuerpo había empezado el duelo antes de que nada pasase, o de que se enterasen de que algo había ocurrido.

"¿Podemos ir al médico, papá? Me duele mucho."

"Non morrerás, ou? Daranos tempo a coller o coche?"

 Ella le golpearía el antebrazo antes de que él cogiese las llaves del vehículo y se la llevase cuanto antes al centro de salud, sorteando las curvas cerradas de la carretera que implicaba el atajo al lugar. Aparcarían en la primera plaza. El lugar nunca estaba muy lleno, no era habitual encontrar más de dos coches estacionados en las mismas posiciones estratégicas, que generalmente correspondían a ancianos asiduos a las consultas matutinas, porque no les quedaba otro remedio. Alba reconoció el coche que acompañaba a esos dos vehículos habituales cuando ella y su padre se bajaron.

 - ¿Ese no es el coche de...?

 Él asiente. Alba frunce el ceño y ambos se encaminan hacia la consulta. ¿Le habría ocurrido algo a Miguel Ángel o a Ainara? Cualquiera de las conjeturas era disparatada. Ninguno de ellos había enfermado antes, ni siquiera cuando aquel virus de gripe dio tan fuerte entre los vecinos. Que estuvieran allí significaba algo que iba más allá de un simple resfriado, eso seguro. Inconscientemente, empezó a apurar el paso, arrastrando con la inercia de su movimiento a su padre, que no se opuso a esa repentina necesidad de Alba por conocer el motivo por el que los padres de sus amigos estaban en el centro de salud.

 La familia estaba en la sala de espera cuando entraron. Sus rostros eran del color del papel y tenían la palidez de las paredes. Ella respiraba con agitación y los niños, concentrados en el gotelé bajo la televisión, con los ojos abiertos, carecían de expresividad alguna. El único que se percató de la llegada de Alba y de su padre fue Miguel Ángel, que los escrutinó con la desgana de alguien a quien habían arrancado la vida. Alba sintió un escalofrío recorrer su cuerpo dolorido, y no supo qué decir, si hablar, o si quedarse en el umbral de la puerta, esperando a que alguno de ellos les invitase a entrar, o se lo suplicase. Ella obedecería al mismo gesto en el momento en el que se produjese.

- Polo amor de Deus, Miguel Ángel, parecera que víchedes unha pantasma! Que ocorreu, dios mío?

- Estana atendendo - murmuró, sin inmutarse, con un hilo de voz. El padre de Alba frunció el ceño de la misma forma que ella.

- A quen?

- Á miña irmán...

- Está ben?

- A nena.

- Como dis? - el padre de Alba la agarra instintivamente del brazo y la arrastra consigo hacia la familia. Alba se agacha ante María y Miguel, intentando que ellos le devuelvan la mirada, sin éxito.

- A nena.

- Qué nena?

 Un grito sobresaltó a Alba y a su padre. Provenía de la consulta de la médica de cabecera de la niña. Solo ellos se alteraron ante el sonido. La familia permaneció impertérrita, igual que hacía unos segundos. Era como si no supiesen exactamente qué hacer, como si no quisiesen hacer nada, o como si no tuviesen fuerzas para ello.

 La misma voz que propugnó en el grito habló con la claridad y nitidez de los despiertos en los segundos siguientes al estruendo, a pesar de la pared que los separaba. La niña notaba a la mujer a su lado, igual que si se tratase de una presencia. Eran las seis de la mañana de un sábado que Alba no olvidaría jamás.

- A miña filla...

- Olaia, por favor, ten que tranquilizarse - la médica, con el mismo tono, parecía estar hablando detrás de la puerta a propósito para que todos escuchasen la conversación.

- Mataron á miña filla, doutora. Non podo tranquilizarme. Non vou estar tranquila ningún dos días que me quedan.

-

Espero que os haya gustado, bonites.

Comentad todo lo que consideréis, votad si así lo deseáis también y, bueno, ojalá os vaya gustando lo que venga de aquí en adelante.

Os abrazo desde la distancia. Nos vemos prontito.

Munay

Aquella mitad | albaliaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora