Parte I

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Lucie Lacroix había crecido creyendo que cualquier persona era más afortunada que ella. Según le decía su hermana, Teresa, las personas que nacían en una familia con un pasado oscuro y tormentoso, crecían con una cruz roja en la frente, siendo blanco de muchas cosas, cosas que no eran buenas.

Por años, aquello le tuvo sin cuidado hasta que por su apellido, comenzaron a llamarla "hija de la mujer adúltera".

Lucie nunca consultó el por qué, el cómo, ni nada de eso; no era asunto suyo la vida privada de su madre, aunque, debía admitir que sus padres escondían más cosas de las que a ella le gustaría.

En parte, no los culpaba, eran seres humanos.

Cuando su familia dio por claro que ya no soportarían las burlas del pueblo, empacaron sus cosas y se marcharon. Lucie se despidió de los catorce kilómetros que la separaban del claro abierto que en un tiempo, utilizó para escapar de las constantes burlas que sus compañeros dirigían a ella.

En invierno, solían florecer pequeñas campanitas blancas que iluminaban ténuemente el verde opaco de los pastizales y la madera oscura de los pinos; era bellísimo. Y pensar que al caer una fina llovizna, parecía estar en libro del cual, no deseaba salir jamás.

Iba a extrañar pasar por aquel lugar y se preguntaba si tendría otra oportunidad de verlas florecer, de vivir su historia; de alejarse...

-Es mi fin -se dijo a sí misma, tejiendo una cadena de campanitas que utilizaría como recuerdo del único lugar que iba a extrañar de todo ese efímero infierno que vivió.

Pasaron seis meses desde que la tejió y aún permanecía sobre su mesita de luz, haciéndole compañía en esa nueva vida que no era del todo, la que Lucie hubiera elegido.

A los dos años de haberse mudado a una metrópolis, pareciera ser que todo iba a ser monótono, que podía estar vistiendo de negro o podía vestirse con faldas cortas y la vida sería igual.

Speechles, speechles. I'll never talk again.

Vivió ajena a los problemas de su familia, de los cuales, uno de ellos era la seria adicción de Teresa con las drogas. Su madre andaba loca, de lado en lado, vigilándola y dando constante cachetadas a la joven. A Lucie le daba igual, no era de su incumbencia y menos en esos momentos, donde lo más importante era ingresar a la Universidad o de lo contrario, podría resignarse a ser una simple secretaria (como lo era Teresa).

En uno de esos días, cuando su mamá arrastró a Teresa al centro de rehabilitación y su padre estaba de viaje, eligió ir a buscar trabajo, teniendo en cuenta que pronto, recortarían gastos a causa de los medicamentos de Teresa, sí; Lucie era realista. Caminó bastantes cuadras y pasó por muchos locales de comida rápida, tiendas de ropas, librerías, que necesitaban estudiantes que trabajaran a medio tiempo.

Cuando iba a regresar a aquella prisión (puesto que su madre había elegido poner cercados eléctricos y portones con rejas altas), no pudo evitar distraerse ante el intenso cosquilleo que había sido causado ante la primera gran impresión de su vida.

¡Que hombre más perfecto era aquel! No necesitaba tenerlo cerca para saborear el imaginario olor que debía tener. La vidriera que los separaba no conseguía cubrir toda la perfección que él impregnaba en sus ojos; sus hombros anchos bajo la camiseta y la nuca exhibiendo un símbolo extraño, daba una sensación de que podía venir de los bajos. Bueno, aquel bar no aparentaba ser de la más alta clase y el barrio no era muy de fiar, que pudiera decirse.

Quiso aventurarse a conocerlo con más proximidad. Castaño rubio. Lucie se moría por los chicos de cabellos claros, le encantaban aunque fueran en secreto, increíblemente guapos y él, además de peli-claro, poseía ojos almendrados que combinaban con extremada sensualidad y encajaban con sus cejas tupidas, la nariz recta y los labios curvados en una amplia curva perenne. El más bello de los perfiles izquierdos.

That's all I amDonde viven las historias. Descúbrelo ahora