I. LA PRESA Y EL CAZADOR

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Konoha, 10.000 A.C.

Aquel día tuvo otra premonición: lucharía contra una fiera salvaje.

Naruto conocía a cada bestia de las Tierras del Fuego, desde los temibles mamuts hasta los malditos tigres mata-hombres, pero la de sus sueños era diferente: pequeña, escurridiza, indómita. Como esos seres con cola de pez que engatusaban a los navegantes de las lejanas Tierras del Agua. Quizás aún peor.

Un escalofrío le recorrió la espalda al recordar el destello verde de sus sueños. Luego, sonrió. Él era un experto cazador: uno viejo y versado. Con dos décadas y un lustro encima, la vida parecía escapársele veloz de las manos como el agua que se pretende beber entre los dedos. Pero sabía que no con la velocidad suficiente como para sepultarlo bajo tierra. Debido a esto, muchos eran quienes lo veían aún más fuerte. Algunos otros, en cambio, más lento y dócil. Otros tantos, como la misma amenaza que cuando joven. Naruto se consideraba más viejo y quisquilloso, y también poseedor de la misma sed de sangre con la que había nacido; capaz de enfrentar cara a cara a monstruos que lo multiplicaban en tamaño y fuerza; capaz de cazarlos y hacerse con sus pieles.

«Una nueva bestia», pensó al levantarse del tocón donde se había sentado a descansar de su largo viaje. «Una nueva piel».

Las Tierras del Fuego eran un paraje sombrío y caluroso cuanto más y más se aproximaban los viajeros a Konoha: una ciudadela de gran renombre entre la plebe. Por ende, Konoha era bastante concurrida, pese a que había muy pocos lugares en los que ocultarse por el camino para pasar la noche a buen recaudo. En un lugar así, el cazador se volvía la presa en un abrir y cerrar de ojos. Fue entonces que Naruto se preguntó si volvía a viajar a Konoha a propósito, en búsqueda de hallarse entre las garras de la alimaña de sus sueños, o si solo se trataba de una casualidad en la vida de un nómada como él. No lo sabía. No quiso pensar mucho en ello.

Sujetó su arco, se acomodó el carcaj y anduvo hacia el norte por un viejo sendero que atravesaba el Bosque de la Muerte, sin dejar de sonreír.

¿Cuánto tiempo había pasado desde su última visita a la ciudadela? Diez años. Había sido cuando aún era un joven inexperto y virgen. Podía recordarlo con detalle. La encontró por casualidad, tras la pista de una hermosa mujer a caballo: una Senju. Ya no recordaba su nombre, pero sí que gracias a su influencia había conocido a grandes cazadores líderes de clanes. De no ser por ellos... él no sería quien era.

Ante su recuerdo, Naruto negó con la cabeza y miró a su alrededor.

El Bosque de la Muerte era una densa extensión de coníferas situada al suroeste de las Tierras del Fuego, que hacía frontera con las exóticas Tierras del Té. Había pasado por ahí en su paso hacia el sur, en pos de un mamut solitario que era tres veces más grande que un rinoceronte lanudo. Para tal bestia no supuso un reto enfrentarse a los ciempiés gigantes o los fieros lobos de cara pelada que allí moraban. Para quien osaba darle caza con una lanza tampoco. Ahora volvía vistiendo sus pieles y sus cuernos como trofeo, pero sin llegar a sentirse tranquilo desde hacía rato.

Era como si algo lo acechara en la oscuridad de las sombras. Algo siniestro. Algo que solo había visto en sus sueños: la fiera salvaje.

El viento del norte sopló y revolvió las puntas de las coníferas con violencia. Naruto sintió su tacto, gélido como la noche, y olisqueó el aire. Descifró el aroma oxidado de la sangre y el olor acre del sudor humano. Pronto, alzó su arco, muy lento, apenas sin hacer ruido, y se hizo de una flecha. Tensó el hilo contra su pecho... y cuando estaba por disparar hacia un punto indefinido del bosque sucedió algo.

De un momento a otro, había dejado de soplar.

De un momento a otro, había dejado de sentirse observado.

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⏰ Última actualización: Mar 07, 2023 ⏰

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