Llovía ferozmente, diluviaba, una capa densa de agua se deslizaba por el parabrisas, como una cortina tupida que le impedía a Darío ver la carretera. Los faros del coche se esforzaban por iluminar la oscuridad, aunque no podían; solo los amenazantes rayos alumbraban intermitentemente el camino. Con la iluminación de uno de esos relámpagos Darío consiguió ver el cartel que señalizaba un hospedaje a pocos kilómetros.
«Quizás debería pasar la noche ahí», pensó, aunque no le gustaba la idea de perder otro día en el viaje, pero sabía que seguir conduciendo con ese tiempo sería una temeridad, no conseguía ver nada, siquiera si iba o no dentro del carril. Mientras sopesaba las opciones, el coche patinó sobre el asfalto mojado y durante unos segundos perdió el control.
—¡Joder! —gritó Darío con el corazón latiendo a mil por hora cuando consiguió enderezarlo.
Si le quedaba alguna duda, se había disipado, definitivamente pasaría la noche allí y continuaría el viaje por la mañana. Tomó el desvío para entrar en una carretera de mala muerte llena de baches y al salir de una curva apareció ante él la baja edificación de las habitaciones coronada con un letrero luminoso que rezaba «Hostal Vanhttos»; y detrás de esta, un viejo y enorme caserón del mismo estilo que el complejo de habitaciones.
Norman Bates y Psicosis fueron las primeras imágenes que llegaron a su mente al ver el conjunto de edificaciones del hostal.
—No seas paranoico —se dijo a sí mismo volviendo a hablar solo, una costumbre que había adquirido por pasar tantas horas viajando sin compañía.
Mientras aparcaba delante de la oficina, se percató de que no había ningún otro coche en el aparcamiento, y eso le hizo imaginar todo tipo de cosas, y no precisamente agradables. Pero también era consciente de que la tormenta y la noche cerrada lo hacía todo más lúgubre; seguramente por la mañana, con la luz del sol, ese lugar hasta sería acogedor.
Con la maleta en la mano, salió corriendo desde el coche hasta el porche techado, aunque esos pocos metros bastaron para acabar empapado. Entró en la oficina farfullando una maldición, no obstante, las sonrisas y la cálida bienvenida de la pareja de mediana edad que le saludaban desde detrás del mostrador hizo que su mal humor se suavizara un poco. Aunque pronto volvió a incrementar por la insistencia de Ritta, la encargada del hostal, en intentar mantener una apasionada charla sobre las inclemencias climatológicas mientras formalizaban el papeleo y el pago de la habitación. Darío asentía y comentaba alguna que otra frase típica por educación, estaba claro que no tenía ganas de hablar, menos porque le costaba entenderla con el marcado acento extranjero que tenía.
Finalmente le dio la llave y le indicó cuál era su habitación, y Klauss, el marido de Ritta, se ofreció a acompañarle y llevarle el equipaje. Declinando la oferta amablemente, se dirigió a la habitación, la última puerta que se veía en el porche, aunque antes de llegar vio unas máquinas expendedoras. A falta de un bar o una cafetería cercana, la cena consistiría en un refresco y un sándwich de la máquina, que quién sabría cuánto tiempo llevarían allí y en qué condiciones estarían, pero la otra opción era una chocolatina con el envoltorio roto y medio derretida.
Llegó a la habitación y desde la puerta se quedó observándola, evidentemente no era un palacio, pero al menos parecía limpia, más que otros lugares donde se había alojado. Una cama, una mesilla de noche, una lámpara de pie, una silla forjada, una cómoda antigua y un televisor era todo el mobiliario que había en la habitación. También había una puerta en la pared de enfrente, el baño. Y luego estaban los cuadros, varios paisajes de montañas y bosques, al menos no eran bodegones.
«¿Por qué a todo el mundo le da por pintar frutas en una mesa? Eso es algo que nunca llegaré a entender», pensó Darío recordando los cuadros de los muchos hostales en los que había estado por su trabajo itinerante.