Cojo mal. Y para peor, me entero tarde. Yo siempre pensé, como el común de la población que no trabaja en el porno, que cogía bien. Qué digo bien: ¡que cogía como los dioses!
Hasta que me filmé.
Cuando uno se filma, por fin entiende qué es lo que hace sobre una cama. Con el mouse navegás el videíto y te das cuenta. Te ves palanca, desagradable, apretándote ocioso el ángulo mocho del pantalón.
Y ni hablar de cuando te vas arriba de tu amante con un brío torpe, sin gracia, con los pantalones en los tobillos y un gesto entre inocente y simiesco.
¡Qué poco respeto por el prójimo!
Cuando apretás la barra espaciadora y te ves congelado en una pelea con el brochecito del corpiño; ya en bolas pero con las medias azules puestas y el pito como la pata de una liebre.
No puede ser.
Soy un monstruo fofo y cojo hediondo.
Otras escenas me muestran cascándome como lo haría un koala para que no se me baje y pueda ponerme el forro…
Pero el peor indicio en este polvito de mierda es cómo sale ella. En esa pausa que le ponés hay un gesto de ella que es el trailer de tu fracaso.
Ahí se ve bien, de modo escueto y contundente, que sos un pelotudo cogiendo. Ni siquiera se trata de que ambos hayan tenido un mal día. Lo que la película muestra es que tu destreza sexual se resume a una serie de movimientos espásticos, sin coordinación, sin ritmo.
Ahí, sacándola para acomodar la gomita del forro y limpiándote el aceite en los cachetes del culo, sabés que siempre has cogido como el orto, es algo histórico.
Se supone que si uno decide coger, lo hace porque tiene ganas. Y se supone que si uno tiene ganas, no puede coger como si fuera esos muñequitos bailarines inflados con aire caliente frente a las gomerías.
–Cuando uno tiene ganas de coger –decía mi abuelo–, deja la vida en eso; coger es una forma antiquísima de preservar la especie, y preservar la especie es una forma de no morir: cuando uno coge espanta a la muerte.
Comparto ese pensamiento, aunque haga más evidente que cojo de un modo nefasto.
Cojo con la espalda y el culo chivados, los pelos de la frente llenos de goteras. Cojo mal, arqueado como un tapir alzado, bombeando sin onda…
La puta, qué feo.
¿Y eso fue un orgasmo o un accidente cerebro vascular?
Tengo que poner pausa. Me reclino en la silla. Creo que estoy descompuesto.
¿Cómo ha hecho la gente para aguantar un segundo polvo conmigo? ¿Acaso las novias se juegan siempre los orgasmos en la ruleta rusa del desconocimiento y no se dieron cuenta? ¿Por qué no dijeron?
Y mi coprotagonista, ¿cómo aguanta los pellizcos cuando me engolosino con una teta?
La llamo:
–Cojo mal –le digo.
–Sí, boludo –contesta entre risas.
–¿Por qué no me dijiste?
–Mmmm –dice ella–, te ibas a deprimir, los hombres se deprimen si les decís que cogen mal o que tienen el pito chico.
–¿Lo del tamaño que me dijiste? ¿Tampoco?
–Y… la tenés normalita.
“Normalita” es diminutivo…
Voy y vengo con la punta del mouse hasta el final del video, aparezco frente a cámara apretando botoncitos en el respaldo del catre del mueble: cambio la intensidad de las luces, propalo música tecno o Ricardo Montaner, y ella hace globitos con el chicle y mira el techo.
–Qué horror soy cogiendo –le digo.
–Sí, bebé –dice ella–. Te voy a decir la posta, loco: a mí lo que más me gusta hacer con vos es jugar a la Play Station.
Hago silencio. Con la Play tampoco soy bueno.
–Mmmm. Loca, estoy hecho pelota, yo pensé que cogía re bien…
–Mirá, yo estuve con una banda de tipos y…
Voy al principio de la filmación, donde aparezco en primer plano ubicando la camarita. Y empiezo a coger mal de nuevo.
Cada vez que lo veo es peor. En vez de acostumbrarme a las imágenes, siento lástima por mí mismo cogiendo en HD.
–Te quedaste callado, ¿estás ahí?
–Sí –digo con la cabeza entumecida–, ¿no querés que nos juntemos a tomar un helado?