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Capítulo I
Hace tres años, tres macabros años, que he estado perdido en esta celda: cuadrada, mojada, mugrosa y recluido. Llena de delirantes sentimientos humanos. Me siento tirado como un trapo usado en un infiernillo tras muchos usos, ya no sirvo para nada, según yo. No siento mis extremidades; el frío devora todo mi ser y hace horas que estoy boca abajo. Me siento tan liviano que no tengo la suficiente fuerza para levantarme; ni siquiera sé si puedo moverme, hace tanto que no lo hago. Las cadenas oxidadas corroen mis muñecas y tobillos huesudos; al solo verlos, se me estremecen los dolores de punta a punta de manera insoportable. He perdido el sabor de esto ya. Vago sin moverme, hace tanto que he olvidado quién soy y qué día es; lo único que me avisa es cuando se enciende la débil luz que ilumina la habitación. Me siento crucificado como una cruz decussata durante catorce horas; las otras las paso durmiendo poco y despierto en alerta, tirado en el piso y sin tener rumbo. Me alimentan forzadamente, lo suficiente para no morir y tan poco para que mis órganos funcionen, permitiéndome vivir otro segundo en esta vida estercolera. He pecado solo por hablar, decir y oír más de la cuenta; por demostrar lo que otros por conveniencia callaban y los burros no sabían. No se daban cuenta de que existe otra realidad, la cual la televisión manipulaba al no decir, la radio callaba y las calles mentían. Así era la vida aquí: todo lo normal se sospechaba, lo curioso se prohibía y la verdad se ocultaba bajo la luz de los panfletos.
Capítulo II
Entré aquí tan inocente y joven que, en pocos días, el guardia-cárcel Henry Thomson me arrebató algo que no era suyo y que me pertenecía. Ahora, solo me limito a hablar; ya no soy considerado humano, sino un objeto de satisfacción. Las torturas a las que me sometían, lamentablemente, por parte de Henry, Johnn Phillips y Nikolas Barrisom eran constantes, una rutina para hacerme entender que lo que hice era un sacrilegio civil según lo que el Estado y sus leyes afirmaban como verdades.
Tuve la "dicha" de tener libertad involuntaria para elegir a mi verdugo. En las conversaciones que salían de sus bocas y entraban por la gruesa puerta de hierro, solían debatir sobre quién se quedaría con mi cuerpo. Con los ojos vendados con un trozo de tela sucia y cortada, no pude ver la desgarradora visita que diariamente llegaba a la habitación para decirme que el único malvado allí era yo.
"¿No quieres comer? Ya sabes lo que pasa si no quieres comer", afirmaba Henry mientras me agarraba el pelo con fuerza mientras yo estaba encadenado. Cuando no comía, comenzaban a torturarme arrancándome las uñas o desgarrándome la piel con cuchillas estériles para no infectarme. Siempre eran muy cuidadosos con esas cosas, ya que les estaba prohibido matar gente según el Estado de Bienestar. Éramos solo juguetes para la corrupción.
"¿No te quieres bañar? El agua está agradable", decía Henry, sosteniendo una manguera con agua fría y un jabón de procedencia sospechosa. La situación cambiaba, ya no podía negarme ni resistirme, ya que me rociaban con presión, a veces con poca agua y un balde. Ellos, aquellos que juraron protegernos, ahora me cuidan para seguir un año más con esto.
Capítulo III
Aquel diecisiete de mayo de mil novecientos setenta y seis sucedió un evento impactante para aquellos que vivían en esta realidad, un dolor que no se veía ni se sentía, pero que se presenciaba. Yo, Jack de Buorlong, originario del norte de Europa oriental, donde el frío es común y el calor solo se siente en las personas.
Al caer la tarde, ya oscureciendo y saliendo de la Gran Universidad Popular cercana a la capital, siempre había un gran número de personas, aunque para el Estado de Bienestar estaba prohibido hablar de lo que no debía ser mencionado. Un grupo reducido, no más de una docena pero superando el par, catalogado como conspiración y proscrito. Como un fiel servidor del pueblo, forzado a ser la materia gris que ayudaba al otro, me acerqué para explicarles y con preocupación pedirles que se marcharan para evitar problemas por adorar al hombre de mil nombres.
"Muchachos, por favor, les pido que se retiren de aquí. Pronto llegarán los encargados", me acerqué y les expliqué, sintiendo el frío en mis manos mientras observaba sus rostros preocupados. "Nosotros no nos vamos, estamos en contra de esto. No hay nadie ni nada que nos haga cambiar de opinión. Estamos en una democracia, ¡relájate!", dijo uno de ellos, una persona a la que nunca volví a ver en mi vida.
Como profesor de Historias Proto-Bienestar, siempre supe la verdad. Esto no era una democracia, solo era una forma falsa de dominación encubierta bajo su colectivismo. Yo era cofundador de "Enero de Luz", una agencia de lucha contra cualquier régimen que existía en mi país natal: Pestgia, un país con salida al mar y constantes lluvias. Ya estaba en su radar; trabajaba para no darle razón al Estado, pero era inevitable, me involucré demasiado.
Capítulo IV (Final)
Mis esfuerzos por disuadirlos fueron en vano. El grupo se mantuvo firme en su postura desafiante. A medida que la conversación avanzaba, una sensación de inminente peligro me invadía. Aquella persona, cuyas palabras resonaron en la noche, parecía ser el eco de un futuro incierto. La oscuridad se cernía sobre nosotros mientras la discusión se intensificaba.
"Somos libres", proclamó uno de ellos con un atisbo de determinación en sus ojos, antes de desaparecer en la penumbra junto al resto del grupo. Quedé solo, con el peso de la incertidumbre aplastándome, sabiendo que mi papel como defensor de la verdad me había llevado a un callejón sin salida.
Mi vida se había convertido en un baile peligroso entre la responsabilidad y el deseo de libertad. Las fuerzas que trataba de combatir estaban arraigadas profundamente en la estructura misma de la sociedad. Mi participación en "Enero de Luz" se había convertido en un acto de rebeldía que ya no podía ocultar.
Con el corazón pesado, me enfrenté a la inevitable confrontación con el Estado. Mis acciones habían traspasado la línea y ahora enfrentaba las consecuencias. Pero en ese momento de resignación, descubrí una sensación liberadora: la convicción de que aunque mi cuerpo estuviera aprisionado, mi espíritu seguiría luchando por la verdad y la justicia.
Y así, en medio de la noche lluviosa, con la certeza de mi destino incierto, decidí enfrentar mi futuro con la cabeza en alto, sabiendo que mi lucha continuaría, incluso si yo ya no estaba presente para liderarla.
Buenos Aires, Argentina.
Ivan_risso3690@hotmail.com