Aurora

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Esa noche no era tan fría como las otras, esa noche era perfecta.

La radio del auto estaba encendida, Bob Dylan y su guitarra estaban al aire. Un sujeto se encontraba sentado en el asiento de conductor observando el reloj.

23:58.

Abrió la guantera: solo había papeles de seguro y un par de guantes negros de cuero. Los tomó y se los comenzó a poner con delicadeza.

El automóvil era un Dodge Challenger del '68, negro. Su dueño, un hombre en sus treintas de cabello café, ojos color ámbar, labios ligeramente torcidos, que siempre utilizaba una chaqueta de cuero negro, se encontraba en la parte trasera del automóvil: en el maletero, con una herida profunda a la altura de su yugular. La sangre pudo haber manchado la tapicería, pero su verdugo había puesto plástico para que esto no sucediera. Era un hombre extremadamente cauteloso.

23:59.

Puso las manos en el volante, cerró las manos alrededor de este. Los guantes chillaron con el movimiento. Se miró en el retrovisor, inspeccionó su rostro; observó sus ojos negros, vio sus ojeras y las recorrió con cautela hasta que el color púrpura pasó a ser un tenue café al que estaba acostumbrado. Miró sus cejas y por un segundo pensó que tal vez estaban desalineadas, por si acaso decidió pasar el dedo índice de su mano derecha por su ceja derecha y el dedo medio de la misma mano por su ceja izquierda. "Perfecto", pensó.

00:00.

Bajó del auto. Estaba estacionado frente a una casa de fachada blanca, aunque esa noche el color no se distinguía, todo estaba oscuro. La luz de las farolas no estaba encendida. Las otras casas hacía horas que tenían las luces apagadas, pero por algún motivo las del porche tampoco se encontraban encendidas. Ese día, alguien había cortado la luz del generador principal hace no más de una hora. Nadie se daría cuenta de ello por lo menos hasta las seis de la mañana, pero nuestra historia habrá terminado antes de esa hora.

Caminó por el sendero de la casa, rodeado por un jardín sencillo. No era más que pasto y un par de rosales en un extremo. Poca imaginación para cualquiera que lo viera, pero a nadie le importaba. Eran solo adornos. Subió los tres escalones del porche y se paró frente a la puerta principal. Miró el número: 7236. Levantó un brazo, sujetó el número seis y lo zafó de su lugar. Era un número falso y en la parte trasera se encontraba la llave de la casa. La tomó y regresó el número a su lugar. Introdujo la llave, la giró lentamente. Puso un guante sobre la chapa y el clic sonó ahogado. El picaporte giró lentamente, empujó la puerta y esta se abrió sin hacer un solo ruido. Entró.

Sus zapatos no hacían un solo sonido. Era un fantasma dentro de esa casa. Caminó por el pasillo, se encontró con las escaleras a su izquierda. Tocó la pared, no podía ver más allá de donde quería ir, de su objetivo. Las escaleras estaban alfombradas, pero esto no importaba. De cualquier manera, no habría hecho un solo ruido. Subió lentamente, no estaba saboreando el momento, solo le gustaba tomarse su tiempo. Llegó al piso de arriba. Una puerta a la derecha y dos a su izquierda. Sabía perfectamente que era la segunda puerta a la izquierda; la última del pasillo. Las otras eran solo un estudio y un baño bastante amplio. Se paró frente a ella y la miró: estaba entreabierta. La empujó lentamente. Un ligero rechinido sonó, pero sabía que eso no sería suficiente para romper el sueño más ligero.

Dio un paso dentro: era una habitación de colegiala, con un espejo gigante justo al lado de la ventana. Podía ver su reflejo y, en él, una larga y pronunciada sonrisa. No sabía cuánto tiempo llevaba con esa mueca, pero no le gustó. Cerró los ojos y cuando los abrió su cara ahora era una mueca deforme: una sonrisa que mostraba todos sus dientes y, como detalle especial, sus ojos estaban abiertos como platos. Los volvió a cerrar, esta vez con fuerza. Cuando los abrió su cara era la misma cara seria de siempre. Se sintió aliviado.

Al centro de la habitación había una cama, las sábanas de seda abrazaban la silueta de una mujer. Estaba dormida, con un mechón de cabello cubriendo parte de su rostro: rubia, con un toque ligeramente apagado en el tono de su cabello. La miró, la observó detenidamente. Sus pies, debajo de la sábana, tenían una forma peculiar; eran bastante pequeños, como los de una niña. Sus piernas estaban dobladas y formaban un cuatro debajo del cobijo que las resguardaba. Su sexo apenas era perceptible, pero no le prestó mucha atención, la sábana terminaba a la mitad de su abdomen, su piel brillaba con la poca luz de la luna que entraba por la ventana. Quedó hipnotizado con su respiración: como sus pechos subían y bajaban lentamente debajo de un camisón azul celeste que apenas lograba cubrirlos. Podía ver como sus pezones se trasparentaban ligeramente, dando una apariencia sensual e inocente.

Fuera de la casa sonaba la canción "House of the Rising Sun" en el radio del coche. Apenas se escuchaba, pero, aunque tenue, la voz de Eric Burdon sobresalía en el silencio de la noche. Mientras tanto, un coágulo salía de la herida en el cuello de la persona en el maletero.

El conductor de la estación de radio hablo por encima de la canción y la detuvo para dar un comunicado especial: "Buenas noches, damas y caballeros, es un placer estar con ustedes esta velada de Rock sesentero. Les recordamos estar alerta, sobre todo las mujeres que trabajan de noche. La policía no ha dado muchos detalles, pero se solicita a toda mujer que viva sola, por favor mantenerse alerta sobre cualquier situación fuera de lo común. Les habla Alex Mora, continuamos con una canción de The Ronettes..."

De vuelta en la habitación, los labios de aquel hombre estaban ligeramente separados, ya que respiraba lentamente por la boca. No podía dejar de observarla. Se acercó lentamente, más no por sigilo. Quería apreciar cada ángulo que le permitiera recordarla después. Su piel, tez blanca con un toque de bronce. No sabía si era su imaginación, pero podía ver la vena yugular palpitar lentamente a la altura de su cuello. Era obsesionante, como una canción que se repite y se repite en tu cabeza, aunque no lo estés pensando activamente: solo está ahí. No quería dejar de mirarla. Ella respiró profundo y se movió un poco, acomodando su cabeza de tal forma que si abría los ojos se toparía con la cara de quien la estaba observando.

"No despiertes princesa", pensó. No quería que despertara porque sabía que el sueño se terminaría y ya no sería la bella doncella que tenía delante de él, como había pasado con sus otras doncellas que habían abierto los ojos: habían terminado con aquella ilusión que tanto se había esforzado por crear. Pero de ella, de ella se había enamorado. Y no la quería perder, quería recordarla de esa manera para siempre. Introdujo la mano en su chaqueta y sacó algo que brillaba hasta con la más tenue de las luces: un mango negro y una hoja afilada de color plata. Lo acercó lentamente al cuello de su amada.

"Descansa, mi bella durmiente."

AuroraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora