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Cuando somos niños se nos cuentan infinidad de historias fantásticas llenas de magia, caballeros, monstruos y princesas. Muchas de esas historias existen para darnos una lección, un mensaje que nos ayudará en el futuro cuando sea nuestro momento de afrontar el mundo por nuestra cuenta.

Supongo que eso es lo que quiero lograr contándoles mi historia. Más allá de ser escuchado y que quede prueba de mi existencia, quisiera poder decirle al mundo: "Aquí estoy. Yo también tengo una voz."

Mi nombre no es importante, pero puedes llamarme Doloria. Suena poético y en cierto modo me representa a mí y la historia que vengo a contarte hoy. Eres libre de creerme, como también eres libre de terminar este libro y seguir con tu vida como si nada. Con que leas mis palabras ya me haces un gran favor.

No puedo dar una fecha exacta de cuándo todo comenzó. Supongo que fue paulatino o quizás estuvo escrito desde un inicio. Yo tengo lo que unos podrían llamar un corazón de cristal; y la verdad no creo ser la única persona con uno de esos.

Como cualquier otra persona, nací con un corazón sano pero delicado. Un corazón que debía ir fortaleciéndose con los años, alimentado por el amor de mi familia y amigos. Sin embargo, como suele pasar hoy en día en diferentes partes del mundo, el amor no era una prioridad en mi hogar.

Existía, no lo niego. Pero no de la manera o con la frecuencia que era necesaria. Muchos aprenden a fortalecer sus corazones por su cuenta, hallando fuentes de amor nuevas a lo largo de sus vidas cuando sus familias no pueden hacerlo. Pero yo nunca supe cómo hacer eso.

Crecí creyendo que lo que recibía de mis padres era suficiente; que esa distancia que solía existir entre todos los miembros de mi familia era lo normal y que debía estar conforme con ello.

No fue hasta que cumplí 7 años que comencé a notar que algo no andaba bien con mi corazón. Solía llorar con facilidad, pero al mismo tiempo no expulsaba nada de mi dolor; tenía miedo de decir lo que sentía, lo que quería y en mil ocasiones mentí para hacer felices a otros.

A esa corta edad, mi corazón me dolía tan seguido que comencé a cuestionarme muchas cosas. ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué me siento así si mi familia me ama? Porque me aman, ¿verdad?

Nunca han hecho nada para herirme y si bien pueden ser severos conmigo, es porque quieren que sea la mejor. Es verdad que no tengo amigos, pero es porque los otros niños no son como un buen niño debe ser. Una buena hija obedece, no contesta, estudia, ordena su desorden y nunca, pero NUNCA llora por tonterías.

Me esfuerzo por tener buenas notas, casi nunca salgo a jugar y en su lugar me quedo en casa ayudando como puedo. Tal vez tiendo a llorar en clases, pero en casa jamás derramo lágrimas en vano. ¿Eso significa que soy una buena hija?

Esas y otras preguntas comenzaron a inundar mi cabeza, pero por mi propia comodidad y cobardía preferí enterrarlas en lo profundo de mi mente. Decidí seguir con mi vida como hasta ahora, con alguna que otra mejora.

Dejé de salir para estudiar más, dejé de llorar en la escuela, obedecí cada regla y castigo, aunque me pareciera absurdo o injusto, y cuando otros condenaron los actos de mis padres, yo los defendí a capa y espada. Porque eso es lo que hace una buena hija. Eso era lo que mi corazón me decía que debía hacer.

Mi primer amor llegó a mi vida cuando tenía 4 años. Era un amor inocente de la infancia, pero aquella frágil promesa de matrimonio y un futuro juntos bastó para impulsarme por otros 8 años. Tiempo durante el cual no lo vi.

Aunque la burlas contra mí por parte de mis compañeros continuaron y hasta se intensificaron; aunque la distancia entre mi progenitora y yo creciera y los castigos de mi padre se tornaran más severos aún por las cosas más pequeñas; yo nunca olvidé aquel cálido sentimiento. Él no estaba conmigo, pero el amor que una vez me profesó, bastó para alimentar y fortalecer, aunque sea una parte de mi corazón.

Los Fragmentos de su CorazónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora