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Cuando abrí los ojos, la vi. Una chica joven, de cabello pelirrojo, corto y desordenado. Con pequeñas pecas cubriendo parte de sus mejillas y el centro de su nariz. Y una mirada de iris azules como el cielo, tristes y amoratados, a los que acompañaba, irónicamente, una sonrisa radiante y llena de ilusión.

De repente, todo se volvió oscuro, pues acababa de abrazarme con fuerza contra su pecho. Un abrazo largo y entre sollozos, tras el que me colocó encima de un sillón desde donde se observaba un viejo salón pobremente iluminado por una lámpara, situada en una de las esquinas de la habitación. Al lado, había un sofá tapizado de un gris oscuro que lo hacía siniestro, justo donde ella acababa de sentarse, y adyacente a mí.

Frente a dicho sofá, a metro y medio de distancia, se hallaba un armario de madera desgastada sobre el que descansaba un televisor, tan antiguo como el propio salón, y actualmente apagado de forma que, sobre su pantalla, tan sólo podía verse a ella reflejada.

Pese a no poder girarme, supe que me miraba. El cariño en sus ojos, hizo crecer en mí una sensación de ternura y, al mismo tiempo, el deseo de consolarla.

Por desgracia, nuestro pequeño rato a solas se vio interrumpido por el ruido de la puerta de entrada al cerrarse. Un fuerte golpe que hizo retumbar las paredes, asustándola.

Nerviosa, se llevó un dedo a los labios, mandándome callar. Entonces irguió su espalda, situando las manos sobre sus rodillas. Sentada. Obediente. Como un perro esperando a su amo, o un soldado a su general. No supe por qué lo hacía, pero un mal presentimiento se apoderó de mi pequeño cuerpo de tela.

Lo que entró después, no era de este mundo. Una figura humana de cuyas sienes nacían sendos cuernos en espiral, de cuya boca emanaba un líquido amarillento y de olor pútrido, con ojos inyectados en sangre y cuyo cuerpo, desgastado y mugriento, estaba cubierto de múltiples heridas infectadas y llenas de gusanos.

Aquella presencia me aterrorizó hasta el punto de querer llorar, pero mi cuerpo no reaccionó. Únicamente mantuve mis manos al frente. Manos que podían sentir, pero no moverse.

Noté cómo se giró hacia ella, deteniéndose unos instantes, como un cazador a punto de saltar sobre su presa. Entonces, recorrió los centímetros que les separaban y le propinó un puñetazo en la mejilla, siguiéndole un segundo y un tercero, así como una sucesiva de golpes y más golpes que me hicieron entrar en pánico y querer gritar por su vida. Pero mi voz no se escuchó. Mi boca ni siquiera se abrió, impotente, mientras ese ser la cogía del pelo y la lanzaba contra el suelo, cambiando puñetazos por patadas en su estómago, que la hacían convulsionar a cada impacto.

Justo cuando pensaba que iba a morir, se detuvo, suspiró profundamente, dejando escapar un humo blanco con olor a tabaco, y se marchó.

Durante minutos que se hicieron horas, permaneció quieta. Si no hubiese sido por sus ligeros pitidos al tratar de respirar, hubiese pensado que jamás despertaría. Lo más doloroso fue la fuerza de voluntad que mostró al levantarse y acercarse a mí, ahora con su rostro magullado y deformado por los puñetazos, sangre fluyendo de nariz y boca, y una sonrisa carente de varios dientes, esforzándose por mantenerla en mi presencia.

En ese momento, supe que la quería. Pese a no encontrar motivo aparente.

Quería que volviese a abrazarme. Estar cerca de ella y sentir su calor. Sólo de esa manera se calmaría mi ansiedad y mi confusión por no saber qué pasaba.

Días después, ocurrió lo mismo. De hecho, fue una más de tantas veces. Algunas de ellas, tan sólo escuchaba los golpes; otras, se ensañaba delante de mí, como si quisiese hacerme sentir mal por no ayudarla. Y tanto antes como después de cada paliza, ella siempre hacía lo mismo. Primero, se llevaba un dedo a los labios para mandarme callar, y una vez todo terminaba, sonreía, me abrazaba y lloraba, intentando que no la viese. Finalmente, cantaba una canción, como si quisiese hacerme olvidar ese sentimiento de autodesprecio que me inundaba.

Y entonces, un día no pudo más. Tras una de aquellas palizas, no volvió a levantarse. Pero el demonio no mostró pena. Tampoco miedo. Se acercó a mí, enseñándome una sonrisa de dientes negros y podridos, y se llevó un dedo a los labios, mandándome callar. Acto seguido, nos cogió del brazo y nos arrastró fuera de la casa, con tal fuerza que desgarró las costuras de mi hombro e hizo salir el relleno de mi interior.

Nos llevó hasta el jardín, dejándonos sobre la fría hierba, a la vez que su mano derecha adoptaba una forma cóncava, parecida a una pala, con la que empezó a cavar la tierra.

Una vez terminó, su otra mano tomó el aspecto de una media luna. Un hacha recién afilada con la que se acercó a ella y comenzó a descuartizarla.

Tan sólo pude escuchar el sonido de la carne y los huesos siendo troceados, e incluso éste pronto fue sustituido por un fuerte zumbido que nubló mis sentidos y me aisló de la realidad, dotándome del defecto, o quizás virtud, de la insensibilidad.

El siguiente paso fue ser lanzado al fondo de la que sería nuestra tumba. Frente a frente con su cabeza recién cortada.

Su expresión me lo dijo todo. Aquella expresión que había intentando ocltarme durante todo ese tiempo. Con ojos sumidos en el llanto y boca abierta intentando chillar.

Mientras la tierra caía sobre nosotros, le pedí perdón. Por no haber podido salvarla. Por no haber sido quien querían que fuese. Por no entender qué pasaba.

Empecé como una marioneta de tela y ahora sólo soy un juguete roto.

Si algún día volvemos a vernos, espero que puedas cogerme entre tus brazos y cantarme de nuevo aquella canción. En paz. Lejos de ese monstruo.

Se hizo el silencio. Había acabado de enterrarnos.

De la boca de ella surgió una melodía. La que siempre había tarareado después de cada paliza.

Su música y su rostro se quedarían grabados en mi cabeza. Eternamente. Eternamente.

Desde fuera, el demonio nos mandó callar.

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