Mientras tanto, en el interior del palacio, Hürrem sostenía a su hijo Abdullah entre los brazos. El pequeño tenía la frente perlada en sudor y su respiración era agitada, apenas un quejido constante. La sultana, con el rostro empalidecido y ojeroso, presionaba un paño húmedo contra su frente. Las velas encendidas temblaban como su corazón.
—Resiste, mi pequeño león...—susurraba una y otra vez, como si con esas palabras pudiera traerlo de vuelta a la calma.
El olor a eucalipto, a aceite de menta y al incienso medicinal llenaba el aire. Las criadas se movían con sigilo, sabiendo que una sola mirada de la Haseki podría significar su despido —o algo peor— si se atrevían a equivocarse. Nazlı traía más paños frescos. Esma sostenía la bandeja con la medicina. Pero era Hürrem quien no se despegaba de su hijo, con el corazón traspasado de culpa.
“Suleimán no está... No estuvo tampoco para este hijo...”, pensó, su garganta quemándole por dentro.
Las palabras de Firuze, el veneno de sus insinuaciones, y el desprecio creciente del Sultán se acumulaban en su mente como escarcha sobre una rosa en primavera. Fría, quebradiza, humillada.
—¿Y si no sobrevives? —susurró al oído del pequeño, acunándolo—. ¿Y si me dejas tú también...? No me lo perdonaría nunca.
Abdullah respiró con más lentitud. Hürrem se inclinó, y con lágrimas resbalando por sus mejillas lo besó en la frente.
—A ti no te perderé... no a ti.
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Esa noche, mientras los pasillos del palacio dormían en silencio, Hatice miraba al cielo desde su balcón. La luna, pálida y grande, parecía observarla con la misma melancolía que ella sentía. Tenía los cabellos sueltos, una bata de terciopelo púrpura cubría su silueta.
—¿Alguna vez seré feliz sin miedo, Gülfem? —preguntó en voz baja.
—Sí, cuando dejes de amar a quien ya no existe —respondió la mujer, sentándose junto a ella—. Ibrahim murió mucho antes de que lo hicieran sus huesos. Lo mató su ego, su ambición, su amor enfermizo por Mahidevran.
Hatice suspiró.
—Y yo... yo le di mis años, mis hijos... ¿por qué no vi antes?
—Porque fuiste leal. Y una esposa leal ve con el corazón, no con los ojos.
Las dos mujeres se quedaron en silencio, compartiendo la calma trágica de la noche, mientras las sombras del pasado parecían más lejanas... y las intrigas del presente se cernían como un nuevo amanecer de fuego.
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Firuze paseaba entre los jardines del Topkapi con pasos lentos, absorta en sus pensamientos. El perfume del jazmín flotaba en el aire, mezclándose con el murmullo de las fuentes y el susurro de las hojas agitadas por el viento. Pero para ella, la belleza del entorno no era más que una prisión adornada. Su mirada estaba opaca, perdida, y entre sus labios se escapaba una plegaria muda.
Había perdido la cuenta de cuántas veces había suplicado a Allah por un hijo. Su vientre seguía vacío, y con cada luna nueva, la presión se volvía más insoportable. El amor, tan ajeno a sus planes, la había alcanzado como una flecha invisible. Amar al sultán no formaba parte de su misión. Y sin embargo, ahí estaba: atrapada por su voz, por su calor, por sus caricias.
Un suave crujido de pasos interrumpió su recogimiento. La sombra de una figura femenina se proyectó sobre el mármol del sendero.
—Humeyra... —dijo una voz suave, casi melodiosa, con un dejo de burla apenas contenido.
Firuze se giró con lentitud, y al ver a la mujer que tenía delante, entrecerró los ojos. La reconoció de inmediato: su melena dorada caía como una cascada brillante, y sus ojos, verdes como el veneno, brillaban con una malicia refinada.
—Sila Hatun... —respondió Firuze con frialdad—. ¿Qué haces aquí?
—Qué pregunta más torpe... —dijo Sila, fingiendo una sonrisa amable mientras se acercaba con un andar grácil y elegante—. Vengo a ver si mi querida hermana de fe necesita ayuda. El mejor del imperio me ha enviado para asegurarme de que estás cumpliendo tu misión. ¿O ya lo olvidaste?
Firuze apretó los labios, conteniendo su rabia. El nombre no dicho resonaba con fuerza en su mente: Tamasp. El sha. Su verdadero señor.
—No necesito tu supervisión —dijo con dureza—. Estoy haciendo todo lo que se me ordenó.
—¿Sí? —Sila alzó una ceja, inquisitiva—. Porque, hasta donde sabemos, no has conseguido absolutamente nada. No hay embarazo, no hay caída de la favorita, no hay inestabilidad. Solo hay suspiros enamorados. ¿Te has olvidado de quién eres?
—Sé muy bien quién soy —respondió Firuze, dando un paso al frente—. Y no necesito recordatorios de una concubina desechada.
La sonrisa de Sila se congeló un instante. Su expresión se tensó, pero luego soltó una risa breve y gélida.
—Concubina desechada... Tal vez, pero aún soy útil. Tú, en cambio, pareces una niña perdida. El sha te tomó como su segunda esposa por tus conocimientos, por tu mente, no por tus emociones. ¿Dónde está esa hechicera temida del imperio Safávida?
—No soy una máquina de cumplir órdenes —espetó Firuze—. Él no me advirtió que tendría que destruirme en el proceso. Amar al sultán no estaba en mis planes, pero ha sucedido.
—Entonces regrésate. Vuelve con la cola entre las piernas. Todos sabemos que fracasas cuando te enamoras.
—¡Cállate, Sila! —exclamó con furia contenida, bajando el tono al darse cuenta de que las criadas podrían escuchar—. Vete de aquí. No necesito tu veneno ni tus provocaciones.
Sila se acercó más, tanto que Firuze pudo oler el aroma dulce de su perfume, empalagoso como una amenaza envuelta en seda.
—Tendrás nuevas órdenes pronto —susurró, con los ojos fijos en los de ella—. Y si no puedes cumplirlas... otra ocupará tu lugar.
—Si esas órdenes vienen de ti, ten cuidado con cómo las entregas... Podrías morir antes de que logres pronunciarlas —murmuró Firuze con una sonrisa peligrosa.
Sila entrecerró los ojos, y por un instante, el odio entre ambas fue tan palpable como el aire húmedo que las envolvía.
—A veces olvido cuánto te aborrezco —susurró Sila—. Sigues siendo esa niña temblorosa a la que la reina madre tuvo lástima.
Firuze sonrió con desdén, sus ojos brillando con la furia de una tormenta contenida.
—La reina madre me amaba. Me dio una posición, me confió a su hija... Soy Sultana Firuze por mérito y por sangre. ¿Tú qué fuiste, Sila? Ah, lo recuerdo... una concubina olvidada, sin gloria, sin nombre.
Sila alzó una mano, como si fuera a golpearla, pero se detuvo a medio camino. Su expresión se tornó fría como el acero.
—No sonrías tanto, Firuze... Este palacio tiene ojos y oídos. Y los favores se esfuman como el humo. Si caes, no habrá nadie que te salve.
Firuze no se movió. Su pecho subía y bajaba con rapidez, pero su rostro no mostraba miedo.
—Entonces mátame. Ahora mismo. Demuéstrame que no eres solo palabras vacías.
Sila la miró fijamente, su rostro endurecido. Después, con un bufido de desprecio, se giró y se marchó sin decir una palabra más.
Firuze la observó alejarse, su corazón latiendo con fuerza. Sabía que el tiempo se acababa. Y que si no daba un golpe pronto, ella sería la siguiente en caer.

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Serpiente Rusa |En Edición|
FanfictionTras ser despojada de su libertad y obligada a presenciar el brutal asesinato de su familia, Alexandra es vendida como mercancía humana en el mercado de esclavos. Su destino cambia cuando es adquirida como un exótico regalo para el sultán del Imperi...