Las rosas que sangran

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Süleyman caminaba a paso firme por los corredores del palacio, con el ceño fruncido y los pensamientos envueltos en humo. ¿Cómo se atrevía Hürrem a enviarle una mujer a sus aposentos? ¿Quién se creía que era? No era su madre, ni su dueña, ni su conciencia. Pero también, no era nadie más que ella: Hürrem. Y eso bastaba para que todo ardiera.

Irrumpió sin anunciarse en las habitaciones de su Haseki.
—¡Hürrem! —bramó.

Ella estaba de espaldas, cerrando lentamente su vestido de terciopelo azul noche, dejando al descubierto por segundos la curva de su espalda. Se giró con una sonrisa que no era alegría sino desafío.

—¿Majestad? ¿Qué sucede?

—No vuelvas a enviar una mujer a mis habitaciones. ¡Nunca más!

—Según me informaron, la joven pasó la noche entre sus favoritas. —El tono de Hürrem era neutro, pero sus ojos eran puñales.

Süleyman bajó la mirada, avergonzado. Había pasado la noche con la joven, sí, pero no con deseo… con vacío.

—Yo solo te quiero a ti, Hürrem. ¿Por qué iba a necesitar otras?

La pelirroja suspiró con una mezcla de rabia y agotamiento. Dio unos pasos al frente.

—Entonces, ¿por qué la aceptaste? —Su voz era un látigo.

—Hürrem, calma…

—¡No! ¡Siempre es lo mismo, maldita sea! Si me amaras de verdad… Firuze, Isabella, Nurhan, Ayşe Hatun… ¡y las mil otras que han cruzado ese corredor no existirían! ¡El piso de las favoritas no existiría!

—¡No te sobrepases! —gruñó el sultán, furioso.

—¡Voy a gritar si quiero! ¡Porque usted no sabe lo que tiene frente a sus ojos, Süleyman!

—¡Basta! —exclamó, sujetándola del brazo con violencia.

Ella lo empujó con fuerza. Él tropezó y cayó contra un mueble. Hürrem lo miró como si no lo reconociera, como si fuera un extraño que había invadido su santuario.

—Basta le digo yo a usted. Estoy cansada. ¡Cansada de vivir así! Aléjese. Regrese con su sultana Firuze y su jaula de pájaros dóciles. Yo no soy una más.

—¿Qué estás diciendo…?

—Lo que escuchó. El fuego que nos consumía se apagó hace tiempo. Solo queda una llama patética que ya no pienso alimentar. Me amo lo suficiente para no seguir humillándome.

Süleyman no dijo palabra. Las lágrimas le subieron a los ojos, pero no cayeron. Salió en silencio, con la dignidad de un sultán y el corazón hecho añicos de hombre.

🥀

—¡Felicidades, esposo mío! —exclamó Nurhan, abrazando a Yusuf, el gran visir.

—Ahora sí que podré darte todos los lujos que mereces... a ti y a nuestra Esmeray.

—Bueno... no solo a Esmeray. —Nurhan sonrió de forma traviesa.

—¿Acaso quieres otro perro?

—No. Quizá debamos comprar ropa de bebé pronto. —Llevó sus manos al vientre.

Él entendió de inmediato. La alzó en el aire entre risas. Daban vueltas como dos niños bajo la luz de los candelabros. Süleyman, que pasaba por el corredor, se detuvo. Miró la escena con una sonrisa melancólica. «Si no lo arruinara siempre...», pensó, y se perdió en las sombras.

🥀

—Sultana. —Rüstem Pasha se inclinó con respeto.

—Rüstem. Qué lejos has llegado, pasha. —Hürrem lo miraba con los ojos de quien examina un diamante bruto.

Serpiente Rusa |En Edición|Donde viven las historias. Descúbrelo ahora