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Entraron al hotel con descaro, sabiendo a la perfección lo que iban a hacer. La recepcionista les preguntó si tenían una reservación y Martín dijo su nombre con tranquilidad. A su amplia sonrisa no le temblaba un músculo, teniendo la desfachatez de pasar una mano por la cintura de Manuel, quien se tensó por un momento antes de relajarse. Su cara de póker era impenetrable.

La mujer les entregó las llaves de la habitación, les dio los horarios del desayuno (que coincidía con la limpieza) y les deseó una linda estadía y un muy feliz San Valentín. Tomó el llavero con el número siete y le dio las gracias, arrastrando la valija hasta el ascensor.

Los dos estaban desesperados por unas vacaciones en la playa, de escapar del sol abrasador de la ciudad para esconderse unos días lejos de casa, del trabajo y de las responsabilidades. Cambiar de aire por uno más salino y refrescante. Con la economía volátil que manejaban desde que nacieron en latinoamérica, planear un viaje era complicado y aunque lo habló con varios de sus amigos, el veremos siempre se mantenía.

Hasta que vio una oferta exclusiva para parejas el fin de semana de los enamorados. Le preguntó a todos sus amigos y por sorpresivo que fue, el que aceptó fue Manuel. Nunca se habían ido de vacaciones juntos, pero sí convivieron durante largos periodos donde se quedaban en la casa del otro, en especial los últimos años donde su amistad se vio extrañamente afianzada. Por supuesto, el argentino priorizaba una escapada ante la posibilidad de herir sus propios sentimientos, porque simular un noviazgo con la persona que le gustaba ya hace tiempo, podía ser duro. Devastador, quizás. Y sin embargo, las altas temperaturas porteñas lo obligaron a tomar medidas drásticas.

Si iba a salir lastimado tarde o temprano. Si tenía suerte, no sería este finde. Es más, podía engañarse por unos días y comerse la fantasía de que estaban juntos de verdad.

Dejó de soñar despierto cuando la habitación lo regresó a la realidad. Se quedaron parados frente a la pieza, los dos observando la cama matrimonial. Martín lo ignoró, como si no lo hubiera considerado, y cuando sintió la mirada del chileno sobre él, sus miradas se cruzaron.

—Quiero el lado derecho. Si me despertái en la noche, duermes en el sillón, ¿Oíste? —Amenazó con una inusual calma. Ni siquiera había sillón.

Le gustaba mucho este Manuel. Lucía más relajado, como quien se promete que nada le arruinará el tiempo libre. Martín fue el primero en entrar, dejándose caer en la cama para probar su comodidad.

—¿Y si vos me despertás en la noche?

—Te jodís nomás.

Estuvo tentado de lanzarle un almohadón, pero se distrajo con rapidez. Inspeccionó lo que podía robarse del baño, encontrando una bañera enorme donde cabían dos personas con comodidad. Había toallas y lo importante: shampoo, acondicionador, dentífrico y pequeños jabones con rico aroma. Todo para llevarse a casita.

—¡Hay una bañera gigante! —Le avisó a grito pelado, todavía revisando los cajones del lavamanos.

—¡Se llama jacuzzi! —le gritó de vuelta y oyó el sonido del cierre. Supuso que estaba desempacando, pero Martín prefería revisarlo todo antes.

—¿Los jacuzzi no son más grandes?

Manuel se asomó al baño y contempló la tina con expresión reflexiva. Se acercó a examinar, pasando sus dedos por los botones sin apretar nada. Luego, se dio vuelta con una sonrisa contenta y a Martín por poco le da taquicardia.

Pensó que quizás no sobreviviría al viaje porque le dolería mucho pasar tiempo con él sin ser correspondido, pero no previó que capaz no sobrevivía porque estaba demasiado enamorado y la cercanía sería tan íntima que le daría un infarto o algo. No sabía qué era peor.

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