Soy Kojima Natsu y tengo diecisiete años. Asisto a la escuela privada Tsukitani, en la zona norte de la ciudad, y juego en el equipo de fútbol femenino como defensa central. Me encanta mi vida tal y como está, salvo por un pequeño y fútil detalle... Me encantan los vestidos de todo tipo. Suaves, delicados, de color rosa, con volantes, con puntillas... Vestidos que, por mi aspecto, nunca me pongo.
Es una estupidez, lo sé, mi mejor amiga Yumiko me lo ha recordado con mucho placer en varias ocasiones, pero no puedo evitarlo. No me considero lo suficientemente femenina o atractiva para llevarlos. Supongo que es porque he estado toda mi vida vistiendo con ropa deportiva. Salir de algo que he estado usando desde que tengo conciencia, salir de mi zona de confort... Simplemente lo siento como si estuviera mal.
Y, si me miro al espejo, ¿el reflejo que me devuelve no me desagrada del todo? Sí, quizás no cumplo con los estándares de la belleza japonesa, con la piel completamente clara sin imperfecciones, el cabello negro y los ojos oscuros, pero no estoy tan mal. Mi cabello es pelirrojo, casi anaranjado, algo que, de por sí, ya me hace llamar la atención en una población que es bastante homogénea. ¿Por qué tengo el cabello así? Los médicos lo achacan a varias mutaciones de los genes de mi cabello; algo que, si bien es raro, no es del todo imposible y rompe con la leyenda urbana y bastante extendida de que no existen los asiáticos pelirrojos. Existen, por supuesto, pero son muy, pero que muy raros.
Además, tengo muchísimas pecas por toda la piel que la llena de imperfecciones a ojos del resto. Mis padres pensaron en un primer momento que podría ser algún problema de la piel, pero los médicos pronto les tranquilizaron. Estaba completamente sana, sin ningún problema. Y ellos estaban encantados con su pequeño sol.
—Natsu —me llama mi madre, entrando dentro de la habitación y haciendo que me despegue del espejo—. ¿Lo tienes todo? ¿Llevas dinero suficiente?
Esbozo una sonrisa y asiento, enseñándole la pequeña mochila de piel blanca. Tiene pequeños detalles dorados y azul celeste, lo que le da un aspecto adorable. Algo que sí que me permito llevar. No como los vestidos.
—Lo tengo todo.
—Ve con cuidado y si necesitas cualquier cosa, llámame —me avisa. Sé que se preocupa sobremanera por mi seguridad, pero ya no soy una niña. Y me gustaría que lo viera. Pese a todo, le sonrío y asiento.
—No te preocupes. Iremos todos juntos y volveremos todos juntos.
Aquello parece tranquilizarla. Me da un billete para que lleve dinero de sobra y se marcha de la habitación tras despedirse de mí. Desea que me lo pase muy bien en el parque de atracciones y eso pienso hacer. Porque ha llegado el día. El día de tomar el toro por los cuernos y actuar.
Por eso, mientras voy de camino al parque, solo puedo pensar en una cosa:
Kei, yo, la gran noria del parque de atracciones de la ciudad iluminada con todos aquellos colores vivos... La luz de las estrellas bañándonos mientras la luna se yergue orgullosa en el oscuro cielo, alejándonos del mundanal ruido y dejándonos completamente solos, compartiendo palabras de amor en una cita que iba a ser perfecta.