MANUELA SANTOS
MISTERIO
EN
SORIA
Prólogo
Diciembre de 1820
Era ya noche cerrada y en el castillo todos dormían. Solo estaban encendidas algunas lámparas que alumbraban la hermosa escalera. Aurora, salió de su habitación espantada, había visto el fantasma de Laura, estaba segura. Llevaba el mismo vestido de fiesta que el día en que murió. Aurora, corrió por la galería llena de retratos, pero al volver la cabeza la vio de nuevo, era ella, pero no podía ser. Estaba muerta y enterrada en el panteón familiar, dentro de un precioso ataúd tapizado de seda roja. Quería gritar, pero no le salía la voz, tenía cerrada la garganta.
Empezó a subir la vieja escalera de la torre, mientras el fantasma la perseguía. Arriba, había una habitación que siempre estaba cerrada con llave, pero la llave la tenía ella y abrió la puerta. El polvo cubría los muebles y los libros. Montañas de libros amontonados por todos los sitios. Aterrorizada, vio que una vela estaba encendida encima de la vieja mesa, y sobre ella una nota. Cerró de nuevo la puerta con llave y se acercó a la mesa. Temblando cogió el papel con una mano. Esta noche morirás tú. Notó que una llave entraba en la cerradura y la puerta se abrió poco a poco.
Don Esteban llegó a su casa mojado hasta los huesos, llovía torrencialmente y no llevaba paraguas. Su vieja y rechoncha criada le abrió la puerta.
–¿Cómo se le ocurre salir con este tiempo? Señor, ahora cogerá una pulmonía –se pasaba todo el día gruñendo pero don Esteban no le hizo caso–. Pase al salón que está la chimenea encendida.
–Por fin ha llegado, Rosa –le dijo a su esposa que estaba sentada en una silla pegada a la lumbre.
–Pero, si estas empapado Esteban –dijo su mujer dejando la lana y las agujas –. Ve a cambiarte antes de que te enfríes.
–¿Dónde está Soledad?
–En la cocina andaba ayudando a Juana.
–Dile que venga, en cuanto me cambie de ropa, leeré la carta.
Don Esteban era maestro jubilado. Durante la guerra contra los franceses nunca dejó de acudir a la escuela, a pesar de que cada día iban menos niños. Unos morían por hambre o frío, y otros eran necesarios para trabajar, aun así, el amor por la enseñanza hizo que nunca perdiera la esperanza de volver a tener una clase llena de niños traviesos y sonrientes que le hicieran preguntas incómodas y alguna que otra burla hacia su persona. Hacía ya más de treinta años que estaba casado con Rosa, la única mujer de su vida, y aunque pensaron que ya no podrían tener hijos, pues Rosa tuvo varios abortos y el médico le recomendó que no volviera a quedarse embarazada, después de más de diez años nació Soledad. La joven tenía ahora diecinueve años. Don Esteban le decía a veces a su esposa que era igual de hermosa que su hermana cuando tenía su edad.
–Cada vez se parece más a Isabel.
–Tu hermana era una belleza, Esteban.
–Eso es lo que me da miedo, la belleza en exceso a veces es una maldición.
–Pero tu hermana al final se casó con un conde.
–Sí, pero antes de eso fue una joven orgullosa, rebelde y caprichosa que hizo sufrir mucho a mis padres.
–Sabes que tu hija no es así. Aunque no estés de acuerdo conmigo, he de decir que la culpa de que tu hermana se convirtiera en todo lo que has dicho también la tuvieron tus padres. Toda tu familia la mimó y trató siempre como si fuera especial.