Encerrados

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Jueves diez de la noche y con Clotilde nos acabamos de enterar que estamos en cuarentena. Nos miramos como dos chicos con miedo, nos abrazamos con fuerza esperando el fin del mundo, la bese, esos besos de telenovela, su aliento no era el mejor pero parecía uno de esos besos que nunca nos íbamos a olvidar.

Necesitaba estar con ella, por eso la seguí abrazando. Le acaricie el pelo y susurre un tibio te amo en su oído. Ella se sonrió y me dijo

—Nos vamos a quedar sin faso Enzo, que cagada grande —miró la mesita de luz y la bolsa con los cogollos estaba casi vacía.

—¿Tanto fumamos? —pregunté haciéndome el tonto.

Ella no me contestó, tan solo salió de las sabanas mostrando su cuerpo escuálido y se dirigió al baño, con una tanga diminuta provocó en mí la furia y el celo de cualquier animal salvaje olvidándome del virus y del caos que estaba viviendo el país.

Mientras ella se higienizaba mire por la ventana la soledad de la ciudad, ya los olores eran distintos, no había ruidos ni colores y el cielo comenzaba a llorar. Luego me pare para tomar una cerveza que estaba por ahí pero decidí buscar una nueva. Fui a la heladera y como quien no quiere la cosa abrí una botella de Stout, la serví en una copa de vino y me asome por la misma ventana que pude ver al cielo angustiado.

Me sentí un dandy en un yate navegando los mares de europa, pero no, estaba en la ventana de un monoambiente de caballito viendo la nada, e imaginando como iban a ser mis proximos dias con la flaca sin poder salir de aquí.

De repente escuché la puerta del baño, giré la cabeza y vi que Clotilde ya tenía puesto el pijama.

—¿Qué haces escabiando otra vez? Ya te tenes que ir, mañana me reuno con las chicas en el parque centenario.

—No entendes nada. ¿Te das cuentas que vamos a estar juntos muchos días más sin poder salir? Estamos en cuarentena, ya no puedo volver a Monte Grande.

Clotilde me miró de forma incrédula y tomo el celular. Luego de varios minutos, en los cuales termine la cerveza, me dijo:

—Tengo hambre, ¿Sabes cocinar por lo menos?

Inmediatamente asentí con la cabeza y aunque nunca había agarrado una cacerola, me dispuse a hervir unos tallarines. Ella tirada en la cama en pijama y yo haciéndome el cocinero. Comimos unos miseros fideos con manteca sin queso y nos fuimos a dormir casi sin hablar, como si fuese mi culpa, como si le hubiese servido sopa de murciélago.

Fue una noche de mierda, no pegue un ojo, me sentía incómodo en casa ajena mientras ella dormía como un angelito con Clonazepam. Doce horas en la cama y el segundo día de la cuarentena comenzaba a salir.

Salvo por la noche de anoche ni se sintió el aislamiento, tenia unas buenas gambas a mi lado, un techo, una linda vista y una heladera bastante llena. No me podía quejar, peor hubiese sido pasarla con mi madre y mi abuela.

Desayunamos nada, ni café, ni mate ni te. Ella caminaba semi desnuda por su casa ignorandome. Yo, sentado en su cama miraba lo que hacía. Sacó un atril del ropero, se puso una camisa de leñador sobre sus pechos y comenzó a pintar algo que nunca entendí.

—Que copado, muy interesante el concepto surrealista barroco de lo que estás pintando —dije haciéndome el experto en arte. La cuarentena ya me hizo Chef y curador.

—Necesito rojo bermellón ¿Me conseguis uno?

Se nota que no entendió lo que era la cuarentena o quizás quería pintar sola.

Me cambie, tome la llave junto a una mirada desafiante y salí en búsqueda de lo imposible, no sin antes besarla y apretarle la cola al mismo tiempo. Algo le gusto. Seguramente porque me iba por un rato.

No sabía a dónde buscar, no sabía si iban a meterme preso. En la puerta del edificio quedé inmóvil un buen rato viendo a nadie pasar. Junte coraje y salí a la nada.

Caminé con miedo mirando para todos lados, me imaginaba dentro del Eternauta, pensaba no ver a nadie. Seguí sin rumbo aparente, la meta era ese maldito rojo bermellón. Pase por artísticas cerradas, librerías muertas y nada.

Cómo polisón caminaba las calles de Buenos Aires escondiéndome de la ley. ¿Qué les iba a decir si me paraban? El rojo bermellón se iba a convertir en un paracetamol seguramente.

Avenida Rivadavia parecía más grande en cuarentena. Algunos autos y varios colectivos adornaban y sonorizaban el asfalto. Ya no sabía para donde ir. Un sol radiante pegaba en la cara y el miedo a ser atrapado aumentaba.

De repente veo patrulleros pasar. Me quedé inmóvil por unos segundos. Creo que mi cabeza pensaba algún plan. Los policías se iban acercando lentamente, no quería ir preso por un mísero color.

No hay que correr, me decía a mi mismo. Trate de esconderme pero no. Huir no era la opción. Mientras pensaba qué hacer suena el celular. Es Clotilde, la gran Picasso.

—¿Por dónde estás?— preguntó ella con un tono irascible.

—Aca bailando en un after con millones de chinos a mi alrededor — contesté con la ironía que me caracteriza. La de un boludo.

—¿Lo conseguiste?

—Estoy en eso. ¿Vos? ¿Qué hacías?— dije con ganas de sacar conversación.

—El porro que me acabo de fumar me dio mucha hambre. Cómprate algo —dijo ella con total impunidad.

—¿Sushi o caviar?— pude contestar antes que me corte.

Al sacar la mirada del celular pude darme cuenta que los policías ya habían pasado y que ahora tengo un pedido más para hacer.

Seguí caminando sin preocupación por la comida pero si por el color. No sabía a dónde ir, caminaba por caminar, sin rumbo aún. Decidí sentarme en la esquina, sin cerveza, y pensar dónde puedo encontrar ese bermellón. Siempre hace bien parar un rato. Por suerte pude darme cuenta donde ir a buscarlo: a la casa de otro artista, alguno que de clase, talleres.

Busque en internet y el más cercano estaba a ocho cuadras. Ya tenía un destino. Silbando bajo, sin tocar nada, marche hacia la calle San Pedrito.

Llegué a la dirección exacta, mi respiración comenzó a agitarse, siempre me sucede al enfrentar algo incómodo. ¿Que iba a decirle a ese artista gordo y barbudo que está aislado? No lo conozco pero lo imaginé así. ¿Me da una tacita de rojo bermellón?

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⏰ Última actualización: Mar 19, 2023 ⏰

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