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Siento mi corazón casi en la garganta latiendo desbocadamente. A un ritmo inimaginable.

Escucho pasos a mi izquierda y pego mi cuerpo lo más que puedo al anuncio del cual detrás me escondo.

No quiero volver ahí. Esas cuatro paredes que me alejan del exterior volviéndome cada vez más paranoica.

He vivido así desde que tenía 8, cuando mi madre murió.

Huyo, corro, me escondo, me encuentran, me regresan a eso a lo que me obligan llamarlo hogar, planeo todo y vuelvo a huir.

Un círculo vicioso por el cual pasaré mil veces sí es necesario sólo para que me dejen en paz.

--Arlene! Se que estás aquí. No puedes esconderte para siempre.

Sé que no puedo, pero vale la pena intentarlo.

Quisiera poder vivir en una ciudad; con todas esas casas y gente en calles pavimentadas, semáforos en las esquinas y taxis como plagas. Como en las fotografías.

No conocía nada de eso hasta que encontré una caja de mi madre hace cinco años atrás en este mismo almacén abandonado.

Galilea mi nana y maestra desde ese entonces me explicó pacientemente que eran esas cosas y como funcionaban, para qué servían.

También me enseñó en historia que las personas en algún momento pelearon por la libertad; él derecho de hacer lo que ellos deseen cuando quieran, donde gusten.

Es lo que yo quiero, usar libertad, poder viajar a ciudades y conocer él mundo.

Pero en este momento no. Estoy en un almacén abandonado a sólo un kilómetro de casa, en medio «literalmente» de la nada.

Más allá de esto «al sur, este» no hay más que kilos y kilos de arena.

Aunque también a cierta distancia está el océano.

Cuando hay viento y la marea está alta, llega hasta mi ventana él olor a sal; ligero, pero presente.

Nunca vamos, más que en los cumpleaños, aunque estos últimos años sólo en el de Marisa, Julieta Camila y en él mío.

Las demás ahora piden joyas.

Me duele ver como esas chicas con la misma sangre que yo se vuelven cada día más predecibles en cuanto a sus gustos hipócritas: prefieren joyas y vestidos con seda y encajes que utilizan en su vida diaria, aunque nunca salen y nadie viene.

Es muy triste, la verdad, y más si tienen en cuenta que nunca he tenido un verdadero amigo.

A veces trato de hablar con Sara y Camila, pero cuando toco el tema de huir, creen que soy una chiflada. Y como sí eso no fuera suficiente, le dicen a mí padre ó a Cecilia, la mayor.

No se cual de esas es peor;  que Cecilia me obligue a pelar papas y lavar el suelo como castigo ó que mi papá me regañe, ponga sobre mí su mirada penetrante de decepción que me hace sentir enferma y me mande todo un día a pensar en mis acciones.

Siento la pesada mano de Adán en mi brazo.

El denso aire que me rodea huele a moho y sal.

--Al fin te encuentro, Rojita. --Dice Adán mostrando ese pequeño diente falso que tiene echo de oro.

--Casi media hora, acaso has perdido el toque?.-- Pregunto sí deje de simpatía que normalmente acompaña mi voz. Él bien sabe que odio que me digan así, no soy una pelirojita.

--Hoy sólo han tardado más en saber que no estabas.-- dice con un encogimiento de hombros.

Tardaron casi media hora en saber que no estaba. No les importó.

De regreso a casa en el auto yo golpeteaba el vidrio al ritmo de una canción infantil popular en las ciudades.
Do Re Mi Do, Do Re Mi Do...

Adán gira bruscamente hacia la derecha para llegar a la cochera.
Mi Fa Sol, Mi Fa Sol...

Levanto la vista un segundo para distinguir que es lo que interrumpe el echo de que no me deje en la entrada principal.
Sol La Sol Fa Mi Do...

Casi se rompe mi mandíbula de tanto que se abrió.
Sol La Sol Fa Mi Do...

Un carruaje enorme, Morado y blanco con 8 caballos Negros como una odisea atados a éste.

¿Alguien a llegado? ¿Cómo lo logró? Y aún más importante:

Sí hay manera de entrar, hay por lo menos una de salir.

Re Sol Do, Re Sol Do.

Fin del capitulo 1.

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