Las memorias no mueren.

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Flashback.


"-Así que es cierto. Te irás. Te irás y no volverás.- Murmuré contra su pecho, mi voz sin estabilidad estaba a punto de romperse. No quería llorar. Era tan pequeño... con siete años de edad no comprendes, no te controlas. Y ahí estaba yo, pretendiendo ser alguien capaz de sobrellevar la pérdida en vida. -¿Qué he hecho mal? ¿Mi vida no es más que un castigo para ti?- Estábamos en un abrazo que se había prolongado más de lo habitual. Fui el primero en separarme, tenía que acostumbrarme desde ya a la distancia.


-Las personas... hum. Las personas necesitan cumplir sus sueños y yo aunque lo sienta con toda mi alma, debo partir para alcanzar los míos. No puedo quedarme. Eres mi sol, mis estrellas y en cada amanecer, recordaré que estarás despierto como suele pasar, pensando, dibujando. Eso no importará, lo importante estará en que yo pensaré en ti. En que te mantendré en mi corazón todos los días, sin falta.- Allí estaba ella, recordándome mis problemas al dormir. Intentando tocar una parte de mi alma. Conmoverme para después irse. Ya no estaba triste, esta vez hervía en cólera. -Sé que estás consciente de esto, que me entiendes a la perfección. Y espero que... no me odies.- Prosiguió con su discurso. Discurso que no escuché, perdió mi atención después de tantas palabras que carecían de verdad.


No pude seguir soportando tanta palabrería. Interrumpí su discurso con brusquedad, mi tono de voz no reflejada nada más que mi cólera y esperaba que tuviera el alma para sentirlo. Oh, yo quería que calaran profundo. -Vete. Vete, madre.- Hice comillas con mis dedos cuando pronuncié su maldito vínculo familiar. -Y espero que cuando regreses y me veas hecho un hombre, des la vuelta y no te atrevas a hablarme. Yo he muerto. He muerto para ti, como hijo y persona."


Desperté.


Agradecía que fueran sueños. Tengo la peculiar habilidad de manejar ciertas acciones en ellos, mi subconsciente me lo permitía con más facilidad que en una persona común. Honestamente no cambiaría nada de este, seguía creyendo que ella mentía y mi mente respondía -como en toda ocasión- que la crueldad está permitida si el momento lo amerita. Aún después de todo lo dicho y pensado, me permitía guardar una fotografía de mi madre en el mueble que permanecía al lado de mi cama. A veces la culpaba por haberme hecho así. Quizás si hubiese sido más afectiva, si... bueno, no importa, si mi vida está así es por mérito propio, ni siquiera yo soy de culpar a los demás.


Después de una larga lucha con mi subconsciente, estaba preparado para empezar mi día. Mis madrugadas consistían en: Desayunar. Deleitarme con algún disco de Nirvana, en especial Nevermind e In Utero, que eran mis favoritos. Alimentar al gato que había recibido como regalo en navidad, el cual aún no posee un nombre. El regalo vino de parte de mis tías lejanas que insistían en lo esencial que era un felino en casa. En fin, mis madrugadas no tenían nada de interesantes. Vivo solo, trabajo en casa y no me relaciono con el exterior, a menos que necesite nuevos suministros.


La idea de trabajar en casa siempre la tuve. Si bien mi madre me había dejado en el abandono hace ya más de diez años, no se olvidó de que necesitaba ayuda monetaria. Y no me importaría que cuestionen mi moral, yo acepté dinero, una empresa, todo por mi bienestar y para sentirme cómodo en mi ambiente. No quería relacionarme con las personas y la opción fácil fue la que me brindó mi querida-no-tan-querida madre.



(Es un poco corto, más que nada quería que se acostumbraran un poco a la historia que se irá construyendo de a poco.)


Las memorias de Kai ParkerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora