UN PECADO MÁS

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El manto de la oscuridad se había adueñado de la cúpula celeste. «Es la mejor hora para salir a dar una vuelta» pensó mientras se relamía los labios rojos.

Estaba apoyada en la barandilla de piedras oscuras de su habitación. La luna se hallaba en lo alto del cielo mientras algunas nubes se asomaban para empezar a ocultarla. Le encantaba esa imagen y la sensación que le producía por el cuerpo, como el vello de todo su cuerpo se erizaba por el fresco aparecía para hacerse el protagonista de la noche. Sonrió y sin pensárselo dos veces saltó del balcón hacia los adoquines de la calle.

Vivía en una ciudad llena de delincuencia, llena de borrachos y suciedad, pero eso a ella le encantaba. Con su vestido de seda rojo y sus ojos azules como el mar llamaba la atención de todo aquel que se cruzaba con ella.

Aquella noche no iba a ser diferente. Iba descalza en una noche de verano mientras la niebla emborronaba toda la ciudad entre sus colores blanquecinos y grisáceos. Se había dejado la melena rubia suelta para que bailara al son del viento que acariciaba su rostro.

Pisaba el suelo con fuerza mientras observaba todas aquellas miradas que se iban clavando en ella a cada paso. Sabía que atraía todas las miradas y eso a ella le entusiasmaba, la llenaba de adrenalina y de excitación.

En ese momento se dirigía al puerto, a los antros que se habían alzado allí para atrapar a todos los inocentes que bajaban de los barcos de pasajeros. Era el mejor lugar para cazar. Pegó un pequeño salto mientras se acercaba a su destino. Se frotó las manos y sonrió contenta. Estaba preparada para embaucar a alguno de esos hombrecillos que se creían algo solo por tener poder.

Se adentró entre las callejuelas con poca luz, en las que había una escasez importante de farolillos y de seres humanos con sentido común. La gente que se asomaba en aquellos balcones estaban envueltos en malas decisiones, donde lo más importante era dinero pero la manera de obtenerlo era una manera más de conseguirlo. No había límites en aquellas calles.

Eso a ella se la repateaba ya que era una manera más de hacer su trabajo mucho más fácil. Su desesperación era su punto débil.

Siguió caminando hasta llegar a las húmedas calles del puerto. Marineros, capataces y otro tipo de hombres, de dudosa procedencia, se paseaban por ellas con jarras de alcohol y dando voces. Algunas mujeres se unían a ellos solo para conseguir sacarles algo de dinero.

Ella era demasiado lista para ese tipo de gente que solo veía la diversión en beber y luego vomitar. Sabía perfectamente que debía dirigirse al antro más dudoso de la ciudad, donde los criminales más buscados se escondían entre otros de poca monta.

Abrió la puerta y el silencio reinó en la sala. El rumor había corrido como la pólvora. Hacía poco que había llegado pero ya se había convertido en alguien importante entre las ratas de aquella ciudad, la temían y eso la volvía aún más poderosa.

Tanto los hombres como las mujeres de aquel lugar hacían un pasillo para que ella pasara por él. Se dirigió a la barra donde estaba la camarera que tanto le gustaba. Esta tenía el cabello negro como el tizón recogido en un moño y vestía como un hombre. Estaba segura que bajo aquel traje había unas curvas de escándalo, pero ese no era el tema que en ese momento la atenía.

Se deslizó hacia las escaleras de madera y empezó a subir con ellas con los pies descalzos. No se molestó en girarse hacia todas aquellas miradas que se habían clavado en ella en cuanto había entrado en aquel lugar. Siguió su camino hasta que se encontró con una puerta medio derruida de madera delante de ella. Esta se abrió lentamente ante su azulada mirada.

Entró y la puerta se cerró detrás de ella. Se encendió un farol y mostró a un hombre con la cara cadavérica. Estaba atado a una silla con cuerdas alrededor del cuerpo. La cabeza la tenía echada hacia atrás de una manera extraña. El frío recorría la estancia y no solo porque la ventana estuviera abierta, la presencia de aquella mujer hacía que los huesos del hombre se helaran.

La mujer caminó haciendo círculos a su alrededor mientras este intentaba mover la cabeza y colocarla de una forma menos dolorosa. Ella sonreía al ver los intentos del hombre, sabía que no iba a conseguir que sus músculos le respondieran, pero era gracioso ver como lo intentaba.

Al final vio como se daba por vencido. Se colocó en su espalda, cogiéndolo por los hombros mientras aspiraba el dulce ahora que le llegaba de su presa.

—Suélteme, por favor —susurró el hombre.

—Eso no va a ser posible, señor. —Volvió a respirar hondo—. Ha cometido tantos crímenes...

—No sé de qué me habla.

Ella emitió una sonora risotada.

—Verá usted, señor, el traficar con jóvenes niñas está bien visto. —El hombre tragó saliva—. Por eso estoy yo aquí, para castigarlo por lo que hizo.

—Necesitaba el dinero... Tengo mujer e hijos.

Ella asintió.

—Yo necesito comer.

En ese instante la mujer se abalanzó sobre el cuello del hombre. Este emitió un grito desgarrador desde lo más profundo de su garganta en cuanto los colmillos de ella chocaron con su piel.

Los gritos del hombre inundaron la estancia mientras ella absorbía y chupaba la sangre que emanaba del cuerpo de aquel criminal. Con cada sorbo un recuerdo aparecía en su mente: Una niña llorando por querer volver a su casa, un hombre adinerado dando una gran cantidad de billetes para una joven demacrada.

Que una persona estuviera desesperada no significaba que tuviera que recurrir a ese tipo de trabajos, pero ella no iba a juzgarlo, solo se encargaba de alimentarse de aquellos que cometían barbaridades. Cuando el cuello del hombre perdió su rigidez, lo soltó y se quedó en pie, detrás de él, suspirando.

Al fin y al cabo, ella era otro de esos monstruos que caminaban por las calles de aquella vieja ciudad. 

Conversaciones con la LunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora