En el momento en el que las puertas del tren se cerraron por completo, Hao sintió que había dejado su hogar atrás para siempre. La sensación que tuvo al subirse al avión no había sido la misma, ni tan solo cuando puso un pie en la terminal de destino fue consciente. Aquello había sido distinto. Observó a su alrededor; las paredes del vagón, los caracteres en las señales y los carteles, la vestimenta de los pasajeros... Nada era igual.
Permaneció de pie junto a un hombre trajeado que sostenía una maleta —como otros siete que ocupaban distintos lugares— para que su madre tomara el asiento libre frente a la ventana. Sus hermanos jugaban con el Shih Tzu de una mujer con el pelo decolorado y excesivamente perfumada que parecía no haberse dado cuenta. Ling, su hermana menor, se había acomodado en el suelo, sentada como los indios, y apoyaba la espalda en las piernas de su madre. Apenas tenía cinco años. Reía y se cubría la boca con la mano mientras Jun, el mediano, tiraba de la cola del perro. Hao advirtió su comportamiento y lo obligó a levantarse.
—Todavía no hemos llegado al apartamento y ya vas a conseguir que nos miren mal —lo regañó.
Jun acababa de cumplir nueve. Para su madre, todavía era pequeño, pero Hao sabía que pronto tendría que empezar a ayudar en casa. No estaba seguro de ser una figura a la que su hermano admirase. Sin embargo, debía asegurarse de enseñarle cómo iban a ser las cosas de aquel momento en adelante.
La luz verde que reflejaban los prados en el vagón desapareció y Hao supo que el tren se estaba adentrando en la metrópoli. Le sorprendió el tamaño de los edificios. Por algún motivo se los había imaginado más altos.
En el pueblo costero del que venían, la arquitectura era tradicional. La mayoría de sus vecinos, al igual que ellos, vivían en casas familiares construidas años atrás y adquiridas por herencia. Las grandes ciudades de Fujian estaban abarrotadas de construcciones inmensas, pero no se sentían tan ajenas como las que se erguían sobre el suelo de Seúl.
Hao contemplaba el exterior con la mirada perdida. Ling se había sentado sobre el regazo de su madre y también observaba aquel paisaje tan extraño para ella, quien ni siquiera había tenido la oportunidad de conocer nada más allá de su pueblo. Hao, en cambio, solía asistir a clases de coreano en Fuzhou, la capital de la provincia. Había estado preparándose para el traslado de su familia durante cinco meses, pues él iba a ser el motor económico de la casa, ya que su madre tenía problemas para encontrar trabajo desde hacía tiempo.
El sueño del chico siempre había sido triunfar con la música, pero él sabía que la probabilidad de que eso ocurriera era escasa. Aun así, quiso aprovechar la sugerencia de su madre de empezar de cero en un lugar nuevo para intentarlo. El padre de sus hermanos, quien era un hombre vengativo, había estado haciendo todo lo posible para que su madre no tuviera oportunidades laborales en China. No les quedaba más remedio que irse.
Hao sugirió Seúl y su madre aceptó. Las posibilidades parecían infinitas. Sin embargo, pronto se daría cuenta de que estaba equivocado. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás.
El tren se detuvo en una estación cerca del centro. Allí tendrían que tomar un bus que los llevaría a su nuevo hogar. Caminaron unos veinte minutos hasta la parada, donde esperaron otros quince. Ling dormía sobre los hombros de Hao, quien la sujetaba con un brazo y con el otro cargaba con dos maletas. Jun no soltaba la mano de su madre, la apretaba con fuerza mientras miraba hacia arriba a las caras de los peatones, algo abrumado. Ella se agachó para quedar a su altura y le frotó la espalda.
—Es una ciudad muy grande, ¿verdad? —señaló con una sonrisa—. Aquí hay muchos lugares en los que jugar.
Hao la observaba con una mueca de preocupación. Temía que a los niños les costara demasiado adaptarse.
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aquí y ahora | haobin
FanfictionHao acaba de llegar a Corea y Hanbin es el hijo de su nuevo profesor. Pero a Hanbin no le basta con cruzárselo en los pasillos de la academia y Hao necesita su ayuda.