Inquietado con un libro, poco a poco mis ojos fueron recorriendo las palabras que conservaba aquel libro apocalíptico. Me hallaba sentado en una de las bancas de madera de la plaza principal de aquella ciudad.
Para qué les voy a narrar lo que leía, si lo sorprendente no era lo que tenía en mis manos, sino lo que estaba por suceder.
A mí siempre me ha agradado, incluso me ha encantado, leer en espacios abiertos donde el sol y el viento, la lluvia amenizan las escenas de los libros. Pero tampoco me agrada tener demasiada congestión de ruido en mis oídos, por qué como tú, lector, el ruido nos hace perder nuestro ensimismamiento mientras leemos.
En aquel día soleado, el ruido de la ciudad era moderado: los conductores apretaban el claxon al no ver su fila avanzar, los motores rugían airados por emprender su marcha, de repente se solía escuchar algunos ruidos novelescos de algunas personas. En sí, era una ciudad común y corriente.
Cuando el sol se encontraba en su punto medio y mi estómago comenzaba a esparcir su jugo gástrico, me dispuse a interrumpir mi lectura cuando hallé un punto de pausa. Sin embargo, antes de que hiciera lo planeado, un grito desgarrador lo hizo por mí cuenta. El grito fue tan funesto que mis ojos perdieron el hilo del renglón que leía. Aquel grito repercutió en toda la plaza. Ubicar a la descarada (porque era una mujer) no era tarea difícil, ya que aquel grito provenía detrás de mi libro; así que bajé mis brazos para apartarlo y poder ver a la mujer que había lanzado aquel grito ahogado. Pude divisar que la mujer era de unos ochenta años, que corría como demente de un lado a otro. Una pareja se agolpó hacia ella para poderla tranquilizar. Poco a poco aquel espectáculo se fue aplacando, hasta llegar la serenidad. Continué con mi lectura, pero mis ojos tardaron mucho tiempo en localizar la idea de mi mente con la del libro.
Minuto a minuto nuevamente fui leyendo, pero nuevos gritos asolaron toda la plaza. La plaza se encontraba aledaña a los juzgados, y uno de los miembros de jueces salía corriendo despavorido gritando "¡Corran!". Todo fue tan efímero que las personas que se hallaban en la plaza comenzaron a discutir entre ellos sin ni siquiera conocerse, yo era el único inadvertido de lo que sucedía. Aquel bullicio fue demasiado estruendoso que rápidamente mis deseos de leer se esfumaron; sin prisa, cerré el libro y lo guardé en mi mochila, pero antes de ponerme en pie los fisgones que murmuraban empezaron a correr hacia el occidente, "Requieren de un psicólogo". Me dije. Luego me puse de pie y me dirigí hacia el oriente en busca de un restaurante de mi clase social. Cuando el adoquín de la plaza llegaba a su fin y debía cruzar la calle, unos policías me detuvieron, informándome que no me dirigiera al oriente, los indagué, pero más información me hubiera brindado un mudo que aquellos policías tartamudos. Les exigí que me soltaran, pero antes de liberarme me advirtieron que ellos no serían los responsables de mis actos. Pero minutos después me echaría para atrás con aquella decisión de desobedecer a la autoridad.
A cada cuadra que cruzaba mis oídos fueron escuchando una gresca airada de personas y no porque estuvieran protestando una injusticia, más bien la gresca era de enloquecimiento, como si algo los hostigara y quisieran escapar de ello. En la cuarta cuadra cruzada un hombre robusto me dijo, "No vaya hacia allá, que por allá se asoma la desgracia. Un inmenso desastre ocurrirá". Ignoré tal comentario y di continuidad a mi paso parsimonioso. Con mi paso parsimonioso, cada vez me iba acercando al umbral del desespero. Allí fue cuando con gran estupor vieron mis ojos el hallazgo. Jamás en mi vida había visto algo igual; un tropel impetuoso se dirigía al occidente. La escena se asemejaba a cuando un toro se libera de sus corrales y empieza a embestir a la gente desapercibida. Quería saber cuál sería el toro de aquella ocasión. La multitud que pasaba a mi lado me empujaba dejando una ráfaga de viento imperioso. De pronto, en lo alto del cuerpo celeste observé lo que pudo ser el toro salvaje del espectáculo. El oriente era la presa del terror; un nubarrón colosal estaba cubriendo la parte oriental, que poco a poco iba tiñendo el cielo de un color grisáceo, ocultando al paso de los minutos la ciudad completa. La muchedumbre no le temía a la nube grande y opaca, más bien le temían a lo que expulsaba la nube. Unas bolas de fuego acompañadas por una borrasca con relámpagos y una lluvia helada se precipitaban de la nube pavorosa, de solo verlo aterraba. Esas cosas que descendían de la nube suscitaban perentoriamente la carrera de las personas desesperadas. Hasta los corazones de piedra se volvían corazones frágiles ante el hecho. Pavor y temor comenzaron a agazaparse en mi espíritu, por ende copié lo que los demás hacían, huir, huir de aquel paraje, pero sería inútil, ya que más rápido se empapaba la nube que mi corrido impetuoso. Sujetarse a la esperanza de salvarse sería un anhelo nefelibato y efímero. Tarde que temprano la ciudad sería calcinada. Es algo difícil de ostentarles lo que sucedía, pero es más fácil decir el temor de la mente ante lo que sucedía. Todo el mundo corría sin ninguna meta fija o, la meta pudo haber sido salvar su vida, ¿pero en qué parte de la ciudad se ubicaba aquella meta? El asfalto liso y sin huecos ante nuestros pies era un camino escabroso. En mi esfuerzo por salvarme, mis dos retinas libres de enfermedades vieron algo asombroso pero horroroso si eso que presenciaba me llegaba a suceder. Aquellas bolas de fuego cuando se estrechaban con las personas era como si esa persona ingresara en un proceso de transfiguración y luego en polvo se convertían desapareciendo de la faz de la tierra. Así sucedía con todas las cosas, hasta lo más sólido y firme se carcomía. Aquel episodio que les narro de la transfiguración, le sucedió al alcalde, y así a muchos más, como sacerdotes, empresarios famosos, abogados, doctores, dueños de ingenierías, mejor dicho de todas las clases sociales, sin importar qué profesión ejercían, al fin de cuentas todos íbamos a llegar al mismo destino, hasta el hombre robusto que me informó del acontecimiento, iba a tres metros adelante mío, con mi corrido de canguro lo había podido alcanzar, pero antes de llegar a su lado, una bola de fuego lo estrelló y lo desapareció. Ese espectáculo hizo crecer aún más mi desespero por correr más rápido, pero mis piernas ya no me respondían, recorrer treinta cuadras para alguien sedentario como yo era algo difícil de ejecutar. Más el viento me lo hacía imposible, ya que me empujaba al sur, y yo quería el occidente. No sé si te estás preguntando ¿por qué no moverse en los autos, o motos? Pues, ni siquiera los ciudadanos de aquella ciudad cabían en ese umbral peor hubiera sido la movilidad en carrozas mecánicas. A pocos metros divisé a una niña de unos nueve años, sollozando desconsolada sentada en el andén. Nadie la auxiliaba, fue tanto el remordimiento que surgió en mi corazón que la tomé en mis brazos. Y todo lo que corrí lo corrí con ella, aún con fatiga de desmayo. Una de aquellas esferas doradas estuvo a punto de acorralarnos pero pasó desapercibida, y así sucedió con muchas más; parecía que nosotros éramos el blanco e imaginaba cómo nos despedazábamos. Sin embargo solo sentía el ardiente calor que poseían. Al detectar eso, nos ocultamos en el zaguán de hotel, de esos que sus gradas suelen estar al pie de la entrada. Allí nos ocultamos como muchos otros lo hacían. Pero no era un refugio seguro, ya que las bolas atravesaban las paredes y al que lo cogía desprevenido se lo llevaba. Solo que a ella y a mí no nos tocaban ni un pelo. Desde el zaguán del edificio observaba la poca gente que iba quedando y cómo corrían. Quince minutos después, la ciudad se vio oscura, el bullicio de las personas se aplacó, solo las alarmas de los carros y comercios eran lo único ensordecedor. Salimos del refugio y presenciamos la inmunda porqueriza en que se había convertido la ciudad. La cólera del cielo se aplacó, pero aún no se veía el mar del cielo. Lo único visible en aquella oscuridad eran los edificios en llamas, algunos hechos trizas. Una que otra persona había corrido con la misma suerte que nosotros, pero éramos pocos, incluyendo entre hombres, mujeres y niños. Aquellos guaguas lloraban con desespero, o mejor dicho todos llorábamos en nuestra alma. Poco a poco los afortunados se fueron agrupando, hasta llegar a unos quinientos sobrevivientes. De manera progresiva las palabras se fueron intercambiando pero solo hasta que hubo un cambio en la naturaleza nos enmudeció. Aquella oscuridad gradualmente se despojó quedando a la vista el color celeste profundo con el máximo esplendor del sol. y una voz repercutió del cielo, "Inclinaos ante mí, tu padre. Creador de lo visible y lo invisible. Vosotros habéis visto mi fuerza monumental. He destruido aquellos parásitos que contribuyeron a entorpecer mis designios, y han quedado aquellos que por su humildad y respeto los he librado del castigo. Así como a Adán y a Eva les ordené poblar la tierra, ahora les toca a ustedes. Esto no solo sucedió aquí sino en todo el mundo, y ahora a todo el mundo me dirijo. Haced lo que os ordene, pero no debéis torcer vuestro camino. Ya lo has visto, yo soy la fuerza suprema y no esos dioses de piedra". Todos nos quedamos atónitos, pero idiota fue aquel que murmuró entre dientes, "Me he salvado, pero adorarte, no te lo concederé". Y cuando terminó de decir esto. El mismo Dios le cerró su boca para siempre descendiendo una bola de fuego del cielo y lo calcinó. Era tan tenebroso que estar de pie no era digno, todos doblaron sus rodillas y su espíritu pegó su frente al suelo, incapaces de mantener la vista de aquel increíble acontecimiento. Todos llorábamos y orábamos en nombre de aquella voz.
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Marcados
Science FictionUn lector se encuentra leyendo en la plaza principal de su ciudad, cuando de repente, una serie de eventos desatan el caos y la desesperación, llevándolo a emprender una huida frenética en busca de supervivencia.