Me voy dos minutos porque ya no quiero quedarme.
Me rompo, y rompo la promesa de estar siempre. Alguien, que no sos vos, tiene que cuidar este corazón maltratado.
Pero me doy cuenta que me quedé sola, esquivo los espejos por miedo a ni siquiera verme en el reflejo. Y sé que tengo razón. No estoy más. Hace rato que dejé de ser yo misma.
Vivo con la paz de tener los cajones acomodados, a cambio de tener un corazón anestesiado.
A veces tengo días eternos en los que no consigo consuelo, en una espera agonizante de alguna señal que me calme la angustia atravesada por la garganta.
Hace mucho que no tenía un ataque de pánico, pero ayer sentí que estaba de debut. Fui tomada por una cantidad de síntomas que jamás supe que habitaban en algún lugar de mi cuerpo.
Tuve el síndrome de las piernas inquietas. Se me movían solas.
Las palpitaciones en el pecho se movieron hasta la panza, y la desesperación me empujó hacia un mar de lágrimas. Creo que nunca antes me había replanteado tanto mi vida, en un par de horas fui y vine en un solo segundo. Me arrepentí de todo y, al mismo tiempo, no me arrepentí de nada. La ansiedad me comió el pensamiento y lo salpicó de dudas y confusiones intensas.
Preguntas sin respuestas. Dolores sin nombre.
Me di cuenta de que lo único que podía sacarme de ese estado era cerrar los ojos y dormir. Porque siempre supe que al día siguiente sería mejor.
Me dormí. Me desperté. Me lavé la cara y apague la cabeza porque sabía que me quería volver a llevar a un nido de ratas que no pensaba volver a entrar.
A veces no sé como empezar a curarme y me enloquezco. Estoy atada a un pasado que me hace cómplice y esclava de sus certezas.
No arranco. No puedo. Tengo la cabeza llena de preguntas sin respuestas, me volví adicta a ella. A una manada de recuerdos miserables que solo me traen dolor. Vivo queriendo apagar un incendió que ni siquiera yo prendí.
