7. Aúllale a la Luna

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Una vez Julián le contó sobre los satélites, antes de todo ese viaje. No debe recordarlo. Acababan de tener sexo, cosa que siempre hacía que Julián se pusiera inexplicablemente honesto, y estaban respirando rápido en la cama de Enzo. Era casi de noche y el cielo rojo estaba llenándose de esos puntitos brillantes que Julián tanto desprecia y que el resto del mundo adora.

Entonces Julián dijo, muy despacio y con la vista pegada a la ventana, yo creo que nos están mirando constantemente, y lo dijo con una seriedad tal que Enzo no halló qué replicarle. Así que no dijo nada. Le tocó el hombro y después el cuello y le dijo que aún quedaba como una hora antes de que sus papás llegaran a la casa. Julián lo miró por diez segundos exactos, sin hablar, hasta que a Enzo le dio miedo y quiso retractarse, y después bufó una risita llena de desdén que a Enzo le calentó hasta la médula de los huesos.

Esa mirada de diez segundos es igual que la de ahora, excepto que el aterrado es Julián. Tiene un montón de llaves entre las manos y parece un niñito descubierto por su madre con la mano dentro de la alacena.

—Julián —repite. No se le ocurre qué más decir. Preguntar la obviedad se siente como perder el tiempo y la forma en que Julián lo está mirando hace que se le revuelvan las entrañas.

—Éntrate —le ordena Julián. Lo hace querer reír el imaginarse obedeciendo algo tan burdo como eso.

—¿Les estás robando?

—¡Éntrate! Déjame en paz. —Y con eso Julián se intenta meter al auto, solo detenido porque Enzo avanza entre la nieve y alcanza a sujetar la puerta con una mano—. ¡Enzo!

—¡No les puedes robar!

—¡No tuviste este problema cuando era el auto de mi papá! —grita Julián y Enzo sabe que entre la ventisca deben poder oírlos igual, pero nada se mueve. Agarra a Julián del brazo y lo arrastra fuera del auto, pero él otro lucha con lo que tiene por mantenerse adentro, sus manos aferradas al umbral de la puerta; sin embargo, él es más grande y acaban ambos en la nieve, revolcándose en un intento desesperado por llegar al auto antes. Julián se libra de él con un sonoro codazo en su cara que deja a Enzo ciego y sin poder respirar por la nariz por un momento, un dolor sordo extendiéndose hasta hacerle vibrar los tímpanos.

En lugar de meterse al auto, Julián se queda de pie al lado de él, jadeando. Se observan, él en el suelo y su más querido amigo en todo el mundo de pie, el rostro rojo y el cabello repleto de copos de nieve. Enzo tiene la impresión de que debería decir algo, pero no se le ocurre un qué y, antes de que pueda decidir, Julián se le tira encima con un gruñido ruidoso y demencial y él lo recibe con la misma potencia, agarrándole los brazos flacos en un vano intento por quitárselo de encima. Debería ser fácil, con lo pequeñito que Julián es y lo exhausto que está, pero también está lleno de furia que sale de su cuerpo con cada uno de sus jadeos y de los golpes que no deja de intentar infligirle. Se revuelcan en el césped congelado y a Enzo le arde toda la mandíbula con el primer golpe que Julián logra asestarle. El segundo le hace sangrar la boca y el tercero lo llena de una rabia ardiente y asquerosa que lo hace levantar una mano y darle un sonoro puñetazo en pleno rostro a Julián. Todo se detiene. Lo escucha gemir y jadear al mismo tiempo, aun encima de él.

Se miran. Julián tiene ambas manos en la cara y su sangre caliente se desliza lentamente de su nariz gota a gota entre sus dedos hasta caer en el rostro de Enzo. A él le han dejado de sangrar las encías.

Puede imaginar a la señora Constanza moviéndose dentro de la casa. Deben haberlos oído. No puede imaginar otro modo en que las cosas ocurran desde ese instante en adelante: saldrán de la casa y llamarán a la policía después de separarlos a ambos. No sabe qué pasará después y la idea lo asusta, de pronto, más que lo que las manos de Julián puedan hacerle.

Satélites terrestres (y toda esa basura espacial)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora