Uno

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La ciudad era apretada y luminosa, muy luminosa. A donde quiera que se mirara había toda clase de publicidades con estridentes colores, con llamativas figuras, invitando a entrar a todo tipo de lugares. Algunos llenos de diversión, de ingeniosos y deslumbrantes artículos como también había sitios donde se podía disfrutar de sórdidos pasatiempos, pero la gran mayoría de esos establecimientos, buenos y malos, estaban reservados para las clases más altas, cuyos vicios y aficiones escapaban del entendimiento, la moral y vicisitudes de la gente ordinaria que tenía que respirar el aire viciado de las calles saturadas de tráfico, de delincuencia y miseria.

Una niña que iba de la mano de su madre vio, en la entrada de un callejón, a un sujeto envuelto en una sucia capa cuya cabeza estaba cubierta por una capucha. Quien fuera estaba muy quieto, pero no estaba durmiendo. La niña lo vio girar la cabeza hacia la calle y le pareció estaba un poco triste, por lo que se soltó de la mano de su mamá para ir a ofrecerle la brocheta que se estaba comiendo.

-Tenga señor- le dijo sonriendo inocente- Es para usted, yo ya no quiero más- añadió casi pegándole el bocadillo a la cara.

-Amila, alejate de ese sujeto- exclamó alarmada la madre, mientras tomaba a la niña por el brazo y la apartaba de esa mendigo.

La brocheta voló de la mano de la pequeña para ir a caer a un costado de aquel individuo de ojos rojos que se le quedó contemplando como librando un debate consigo mismo. El hambre pudo más. Llevaba días sin comer. Con una mano temblorosa levantó el bocadillo, le quitó la suciedad que se le había adherido y tras una última protesta de su orgullo, le dio una mordida. Estaba todavía caliente. Sus papilas gustativas bailaron con el sabor de la carne especiada y salsa, pero sus ojos derramaron largas lágrimas que intentó contener cubriendo sus ojos con el antebrazo, sin dejar de morder esa exquisita brocheta. Comió despacio. Saboreando, postergando el fin de ese alimento que se deshacía entre sus molares.

Que irónico era para Frost estar sentado ahí comiendo sobras, cuando él podía reducir todo ese planeta a polvo estelar. Al finalizar su comida se descubrió los ojos como si no hubiera querido volver a la realidad. Por un momento recordó sus banquetes de cuando era considerado un héroe, sus elegantes y cómodas habitaciones y todos esos privilegios que se desvanecieron cuando quedó en evidencia como el fraude que siempre fue. Arrojando el palillo de la brocheta a la pared, como si fuera una flecha, se puso de pie. La varita quedó clavada en el concreto mientras Frost se cubría la cabeza con la capucha, para adentrarse en las entrañas de esas callejuelas sucias.

El clima estaba cambiando. El invierno llegaría pronto y ese planeta era muy frío en esa temporada. Seguir durmiendo en los callejones iba a convertirse en un suplicio, pero qué otra cosa podía hacer. No tenía a quién recurrir. Los que fueron sus amigos le dieron la espalda. Tanto los buenos como los que fueron sus socios en aquellos negocios fraudulentos. Nadie tenía un espacio para él desde que se convirtió en un fugitivo desdeñado hasta por el dios de la destrucción de su universo.

En el fondo de su corazón crecía un fuerte despecho hacia el mundo. Un resentimiento añejo, pues mucho tiempo atrás, cuando entendió como funcionaban las cosas se desarrolló en él un profundo despecho hacia todo lo que existía cuál si el mundo, la vida misma, le hubiera quitado algo y le debía por ello una compensación que no estaba dispuesta a darle. Por lo que él tendría que quitársela de las manos y tenía el poder para hacerlo. Pero el poder, ese poder divino de destruir mundos con un chasquido de la energía que brotaba de sus células, ese poder nunca fue útil. No lo fue entonces y no lo era en ese momento de lo contrario no estaría en esa situación tan incomoda.

Caminando, a paso lento, como un forastero en esa ciudad que conocía bien, Frost fue a dar a una calle menos transitada y un poco más limpia. Una suave y dulce voz llegó hasta sus oídos. El agradable sonido provenía de una chica. Una muchacha que estaba parada a la salida del callejón ofreciendo flores a los transeúntes que pasaban sin mirarla, ocupados en sus asuntos. La mujer era como de su estatura, delgada ,con una melena castaña, ojos marrones como su vestido y las botas que llevaba. También tenía puesta una capa, pero estaba limpia y se notaba muy abrigada. Los bordes estaban forrados en piel.  Sin duda era una prenda abrigaba y que a Frost le hubiera gustado tener porque se estaba medio congelando. Su aliento escapaba de su boca formando una nube pequeña que permanecía flotando en el aire helado y luego desaparecía. La miró de forma despectiva, rencorosa, casi con envidia.

Vender flores parecía algo sencillo, pero en ese clima las flores eran difíciles de cultivar por lo que eran buena mercancía. Seguramente ella tenía bastante dinero guardado, su cesto estaba medio vacío. Por un momento tuvo la idea de atacarla y llevarse sus ganancias, pero la presencia de un grupo de chicos lo hizo descartar esa desesperada idea. Lo último que quería Frost era traer la atención.

Aquel sitio parecía más tranquilo para poder descansar esa noche. Tenía que dormir un poco. Sentándose con la espalda pegada a la pared, Frost oyó un pequeño altercado entre esos chicos y la muchacha que vendía las flores, un instante después los cuatro sujetos pasaron corriendo por el callejón. Uno de ellos tropezó y dejó caer unas monedas que quedaron tiradas ante los ojos del desafortunado Frost que cuando se hincó para tomarlas fue cubierto por la sombra de la muchacha que vendía las flores.

La chica estaba llorando y se cubría la nariz con su mano izquierda que estaba bañada en sangre. La cesta todavía colgaba de su mano, pero rota. De ella cayó una rosa roja que parecía ofender la inmundicia de ese callejón con su frescura, color y perfume. Despacito como si la afligiera algún dolor, la mujer se fue inclinando para tomar las monedas. Sus pálidos dedos se ensuciaron al hacerlo y ella los contempló con angustia cuando abrió la mano para ver la cantidad miserable de dinero que había conseguido rescatar de los infames ladrones. Destapando su rostro bajó la mirada al pordiosero que la veía como si le hubiera quitado algo. Sin decirle una palabra dio un paso hacia él y le ofreció las monedas. Frost que estaba, hincado ante ella, la observó como si contemplara la estatua de alguna princesa o algo semejante y no es que ella tuviera las gracias de la nobleza, era solo que en ese instante esa vulgar mujer era más poderosa,  era alguien, mientras que él no era más que un mendigo. 

Pero de forma inconsciente, movido por el hambre, Frost extendió su mano y recibió las monedas como un acto el de caridad de otro extraño. Muchos extraños le habían ofrecido migajas de benevolencia en forma de sobras de comida o de dinero que no necesitaban. Ella guardo silencio, parecía estar dolida más allá del golpe que le habían dado en su cara.  Silenciosamente volvió sobre sus pasos dejando la cesta tirada en un bote de basura para desaparecer por la cera. Frost se asomó a verla alejarse apretando las monedas en su mano, esas que en un arranque de ira arrojo contra el suelo y fueron a parar en la alcantarilla devolviendo, así, su juicio a Frost que se arrojo a la rejilla para recuperarlas. Pero fue inútil. Las monedas se hundieron en el agua putrefacta. Un grito de frustración salió de la boca de Frost en ese momento y en la distancia la muchacha volteó a verlo.

A la mañana siguiente la lluvia encontró a Frost acurrucado en el callejón. La gente iba y venía por la acera con prisa por llegar a sus destinos. La rosa roja seguía allí, pero sobre un charco de agua. Su color rojo intenso era realmente llamativo en medio de tanta escoria. Frost llevaba tiempo viéndola y recordando los hermosos jardines de los palacios que visitó. Él tenía pensado comprar uno de esos una vez decidiera retirarse. Sería un sujeto poderoso y respetado por todos, pero una mala jugada del destino le costó todo, como a esa rosa arrancada de un jardín que fue a morir allí. La tomó entre sus manos antes de dejar el  callejón y con ella en su posesión salió a la acera encontrandose con la chica de la noche pasada que sostenía un paraguas bajo el cual él quedó.

-Hola- le dijo ella. Tenía una bendita morada sobre la nariz.

-Buenos días señorita- le contestó Frost un poco obnubilado por el súbito encuentro con algo que hace tiempo no recibía: una sonrisa gentil.


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