Voraz

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Eleonora Smith, la misma mujercita –única heredera de la familia de la finca vecina– que se había negado a unirse a él en un matrimonio arreglado, estaba arrodillada y a punto de darle una m♡mada sin igual.

Ya no tendría que visitar el burdel cerca del puerto –como se estilaba en la Nueva Orleans de aquella época–, ni caer rendido bajo las caderas implacables de alguna de las esclavas de su propiedad, que se peleaban entre ellas para pasar la noche en su alcoba. Los atributos físicos del señor Eric Stevens, trascendía las fronteras de Georgia.

La viudez lo había vuelto insensible, pero esa chica con rostro cándido y bello, de personalidad irreverente y con un cuerpo monumental, le devolvía la vida y el alma con apenas 19 años. Dejaría de vagar por los valles de la angustia en los que se solía extraviar de tanto en tanto.
Su corazón se aceleró ante esa presencia infernal. No podía ser otra cosa que la obra escultórica de un demonio tentándolo.

En el almacén de víveres de su residencia de hacendado, donde la dulce señorita se escondió para sorprenderlo en su rigidez de hombre de campo, le dio el último primer beso tierno en los labios y se hundió en la penumbra de un atardecer alumbrado por el fulgor de una vela en la repisa, cercana al ventiluz de la portezuela que daba al exterior, bajo el alero de la larga galería de la estancia.

Descendió pegada a su cuerpo, como la serpiente del pecado por el manzano maldito, hasta quedar frente a los botones de su pantalón beige de montar y su camisa áurea a medio desprender.
Con destreza inusitada, los desabrochó. Tenía en sus dedos la habilidad de una ladrona de sueños y de insomnio.
Aún sorprendido, Eric logró sobrepasar la barrera del tiempo y vislumbrar largas noches junto a ella.

Él comenzó a temblar, pese a sus 40 años; en cambio Eleonora, cobró poder al ver su miembro envarado y brillante por lo tenso.
Muda y sin dejar de mirarlo, bajó su escote discreto y soltó sus pechos, rodeados de las puntillas del corsé que dolorosamente los contenía por su imponente volumen. Los volados del vestido blanco, le daban a la escena un aire irreal.
Nadie diría que escuchaba durante horas a sus amigas quejosas, ya casadas, en pugna con los avatares de las obligaciones de esposas.
Ella alucinaba y guardaba fascinada en su memoria, cada relato de los encuentros maritales, maquinando fantasías con un compañero sin rostro.
Pronto llegaría el indicado. Más no quería una boda armada cuando su padre se lo impusiera. Ella elegiría a su hombre, cómo y cuándo hacer lo que quería, sin un reverendo gruñón de por medio, bendiciendo un mañana improbable.
Lo haría a su manera, aunque el mundo estuviera en contra. Siempre se salía con las suyas.

Con la delicadeza de su mano derecha, tomó el cetro con firme convicción y le dio la primer lamida. Le sabió a miel y tabaco.
Con su naricita, rozó su férreo gland♧, previo a internarlo en la boca, probando hasta qué tramo de su garganta le sería difícil respirar. La lengua oficiaba de una mullida y rubicunda alfombra.

Retrocedió de repente, sintió el ahogo de ese pen♧ increíble, creciendo en grosor dentro de sí misma. Sin embargo, volvió a repetir audaz, varias veces el mismo mete-saca.
En apariencia, tenía todo el paso a paso bien estudiado. Se estaba luciendo. Ni siquiera olvidó los testículos, lampiños y llenos, a los cuales abarcó con su boca resbalosa, imitando el descorche de una exquisita champaña…

El hombre supuso que estaba bajo el influjo de algún delirio febril, porque no necesitó tomarla de su rubios bucles a la altura de los hombros, para que no fuera a escapar cuando él se moviese con la seguidilla rítmica de lo natural. Eleonora ejecutaba la faena con la experiencia de una meretriz de oficio.
Se detenía nada más que para verlo a sus ojos café, inyectarse de deseo.
El sonido de la saliva succionando la carne, era celestial.

Se creyó morir en esos labios casi dibujados. Igual, era valiente y aguantaría un poco más, dándole el gusto de seguir ejecutando ese vicio perverso.
La noche avanzaba y Eric se enfrentaba a la voracidad encarnada con un apetito abrumador.

Le estaba por anticipar una corrida como nunca antes, cuando ella dejó de mam♡r, abrió sus fauces presintiendo lo lógico y esperó gustosa el caudaloso desborde blanquecino de ese caballero con el que tanto había fantaseado, desde hacía seis meses cuando lo conoció en la iglesia.

No desperdició ni la más ínfima gota de sem♧n, lo tragó íntegro. Además limpió lo poco que yacía en la punta, con el vigor de una nueva lengüeteada y el manoseo de su izquierda, ya que a la diestra la perdió debajo del faldón y las enaguas, calmando la desmesurada húmedad de su entrepierna femenil..

Él la iba a levantar de esa pose, cuando repentina salió disparada, con el rostro enrojecido, al cual tapó demostrando vergüenza.

Eric sintió culpa. Tal vez se comportó como un patán, sin quererlo. Había gozado más de la cuenta. Su moral e hidalguía, se esfumaron al frotar su falo –a lo loco– para satisfacer a la señorita Smith, mientras ella le clavaba las uñas en su musculoso trasero de donde se sostenía.
Algo brutal se le metió en el cuerpo y perdió los estribos, pensó preocupado.
Aunque era evidente que Eleonora no era una novata en las lides amatorias, él la deseaba, la amaba y estaba dispuesto a ofrendarle un encuentro, presentable, como Dios manda, en su cama de sábanas de seda y pedirle casamiento de nuevo. Le importaba muy poco si la señorita había estado con otros.

(S. I. Love)

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⏰ Última actualización: Apr 24, 2023 ⏰

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