LA BATALLA DEL RÍO

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El calabozo estaba totalmente a oscuras, ese era el último lugar donde alguien quisiera estar. Para llegar allí se debía recorrer un angosto y sombrío túnel solamente alumbrado por algunas antorchas colocadas sobre la pared. Ese lugar tan alejado y escondido de la vista de todos tenía un objetivo: que no fuesen escuchados los gritos de los que eran torturados para lograr que confesaran sus crímenes o para obtener la información que se les requería, la cual el detenido no había querido brindar de forma voluntaria. Quien llegaba allí sabía indudablemente que no habría ninguna esperanza para cualquier ser humano de salir vivo de allí, aunque en la mayoría de los casos el detenido pudiese brindar a sus captores la confesión ó la información solicitada.

El sonido de las gotas de agua que filtraban a través del techo, las que caían lentamente una tras otra, se oían claramente en el temeroso silencio que reinaba en el lugar. El calor y la humedad eran insoportables hasta la náusea. Los ojos de la mujer encerrada allí desde hacía días lentamente se fueron acostumbrando a la oscuridad que parecía moverse de aquí para allá, como si las sombras de los muertos cuyas almas seguían atormentadas estuviesen allí para hacerle compañía.
A un costado había una especie de cama, si es que se le podía llamar así ya que eran los restos de un colchón de lana de oveja bastante maltrecho.
Allí acostada sobre él se encontraba Evangelina. Los ojos apenas entreabiertos por la inflamación debido a los golpes. La nariz que todavía sangraba, tenía marcas de golpes por todo el cuerpo y sus rodillas estaban en carne viva. Intentó cambiar de posición para recostarse ya que se le habían entumecido los brazos pero fue en vano.
Las piernas le temblaban para poder pararse. Apenas pudo darse vuelta, su cuerpo no le respondía pero debía sacar fuerzas de dónde no tenía: nadie la vencería tan fácilmente. No sabía cuánto tiempo llevaba allí en ese lugar y si en algún momento lograría salir de allí. Ellos querían la información que ella no podía darles: simplemente porque no traicionaría a su esposo para liberarse del encierro. Sería muy difícil convencerlos de que esa era la única verdad.
Lo que más le dolía no era el sufrimiento que padecía su cuerpo sino el dolor de tenía clavado en su alma al no saber si volvería a ver a sus amados hijos. El más pequeño le había sido arrancado sin piedad alguna de sus brazos cuando los soldados enemigos entraron en la casa de la hacienda donde se encontraba para llevarla contra su voluntad. Al menos sabía que ellos estarían con el resto de la familia, que nada les pasaría porque el capitán Reyes que estaba al comando de las tropas enemigas le había dado su palabra de que ellos no sufrirían ninguna reprimenda. En ese momento de dolor sólo le quedaba un consuelo: rezar a la Virgen de Lourdes, de la cual era devota para que protegiera a sus hijos y que le diera fuerzas para soportar el sufrimiento que estaba padeciendo. Si su esposo estaba dispuesto a morir para defender su patria del enemigo ella también lo estaba.

Dos semanas antes las tropas del general López estaban alistadas para una nueva incursión en las tierras libres e independientes. No podían pasar a través de los pasos fronterizos ya que la mayoría estaban bien custodiados por soldados que los superaban en número.
Sus pretensiones de anexar este nuevo territorio se había convertido, además de una obsesión, en una empresa difícil de llevar adelante, pero nada impediría que continuara intentándolo. No le importaba cuantos hombres tuviesen que morir, ni cuando sufrimiento pudiese caer sobre mujeres y niños inocentes, mientras lograra su objetivo.-
Cegado por su ambición expansionista decidió que la mejor táctica era desplegar una importante parte de su flota de guerra a través del río. Incursionando río abajo sería más fácil llegar al poblado de Santa Catalina, un caserío donde habitaban un poco más de mil personas entre las cuales se encontraba uno de los más importante hacendados de la región, el cual se dedicaba a la crianza da ganado vacuno y de caballos que se proveían al ejército patrio. Este dato no había pasado desapercibido por los informantes del General López, quien veía con buenos ojos apropiarse de esa hacienda para utilizar los caballos para su propio ejército y de este modo mermar la capacidad de movilización del ejército patrio.

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