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Nos conocimos cuando él era tan sólo un niño. Era un huérfano producto de la guerra, al igual que los demás infantes en la iglesia donde le habían acogido.

¿Yo? Yo definitivamente no era un niño como él. Tenía al menos un siglo de edad más y había visto muchos más horrores de los que seguramente, a su corta edad, ya había presenciado. Sin embargo, puedo decir que, en cuanto a aspecto, al menos éramos un poco similares. Y por similares, me refiero únicamente a la edad que aparentábamos.

Cuando nuestras miradas se cruzaron por primera vez, nuestros ojos se encontraron -casi- a la misma altura.

Puedo recordar, incluso aún con algo de molestia, que me ganaba por algunos centímetros. Aquel mocoso de cabellos azabaches -apenas visibles al estar cubiertos por un chullo de lana azul- y ojos verdes podía tener apenas diez años, pero era bastante alto para su edad.

Era una mañana de invierno, y los copos de nieve que caían al suelo se teñían automáticamente de la ceniza que arrojaba el humo del ferrocarril. La vía a un lado de nosotros hacía temblar el suelo, producto del pesado andar de la maquinaria. El sonido de engranajes y el rozar de metal contra metal inundaban el ambiente, sin embargo, había podido escuchar perfectamente el momento en que su respiración se contuvo.

“¿Qué eres?”, pude ver la pregunta reflejada en sus ojos incluso antes de ser pronunciada por sus labios.

“¿No puedes adivinarlo por ti mismo?”, le devolví la pregunta. Sus ojos mostraron la misma cantidad de emoción que una piedra mientras se dirigían a mi espalda, donde una de mis alas desgarradas desprendía una buena cantidad de sangre.

“La hermana María dice que únicamente salen de las profundidades cuando tienen un propósito”, evadió. En mis labios se formó una sonrisa. Para alguien de su edad, su comportamiento me complacía; no parecía un niño tonto como todos los que había visto hasta ahora. “¿Traerás la guerra también aquí? Así podré reunirme con mi familia y no tendré la necesidad de huir de esa horrible iglesia”.

“No tengo intenciones de decirte mis propósitos”, refuté, alzando los hombros, produciendo un profundo escozor en mi herida. “Pero si me ayudas, quizá pueda ayudarte a huir de ahí”.

“No tengo recursos para hacerlo”, se negó, retrocediendo dos pasos mientras hundía sus manos en los bolsillos de su desgastado pantalón de pana negra. “Eso significaría volver a la iglesia y pedir ayuda. No pienso hacerlo por un desconocido, mucho menos por un demonio”.

Alcé las cejas por la impresión. Aquel mocoso tenía más sentido común de lo que podía creer.

“Puedo ofrecerte lo que quieras a cambio, a menos que sea la paz mundial”, reí, dejándome caer en la nieve. Mi vista comenzaba a nublarse. Puede que fuera un demonio, pero al ser tan relativamente joven carecía de las habilidades regenerativas o la resistencia de mis mayores. “¿Qué me dices de un buen lugar donde ir, lejos de las patrañas con las que te llenan la mente?”.

“¿Qué me dices… De ser mi compañero?”, me incorporé levemente en mi lugar, quejándome del dolor. “Ahora que lo pienso mejor, huir solo me parece bastante aburrido, pero volver con todas aquellas personas me abruma mucho más. Tú me pareces interesante, sería divertido que me hicieras compañía mientras te recuperas”, alzó los hombros. Parecía decirlo en serio por la expresión con la que me miraba, pero aun así no pude evitar reír.

“Es un trato”, pronuncié cuando mi risa cesó. Con la poca energía que conservaba, mis alas se contrajeron contra mi cuerpo, fusionándose con la piel de mi espalda y desapareciendo en dos heridas sangrantes entre mis omóplatos. Por su parte, mis piernas perdieron volumen y la mata de pelo café que las cubría simplemente desapareció. La puntiaguda forma de mis orejas se desvaneció y mis pezuñas se evaporaron dejando a la vista pequeños pies humanos, cuya blanca piel se tornó roja tras unos instantes de contacto con la nieve.

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