-En primavera llega el arzobispo.
Dijo Argenida. Una mujer morena de unos 50 años con la tez rejuvenecida por la grasa del coco, con el color del café en los ojos, el sabor dulce del pan de la tienda en su boca y sus caderas como una olla grande de sopa que ocupaba el lugar de 2 personas a la vez.
-Ahora en noviembre llega, pero no te hagas ilusiones que ese man nunca llega a barrios como este.
Comentó el guille o el flaco cómo le decían de cariño. Este loco era un de todito, era alto, negro, su pelo afro anaranjado y lo ojos negros como una noche sin estrellas ni luna.
Estaba llevao aunque comiese diez veces al día en la casa de cada una de sus amantes con las que arge lo compartía de lo más alegre, después de todo el man no daba problemas traía dinero y nunca faltaba el pescao diario.
Él la llenaba de placer cada noche cuando se quedaba dormido a su lado sin decir ni una sola palabra, sin tocarla, ni mucho menos mirarla, para ella eso era el amor, una bendita tregua de tranquilidad e ignorancia.
-Esta vez será diferente, ya lo verás, lo prometió el alcalde. Necesitamos que espante de una vez por todas a estos errantes que se suben por los techos como gatos en la madruga'.
Además que el arzobispo es un buen hombre, hace poco desde la distancia ayudo a….
Seguía diciendo Argenida cambiando de temas cada 40 segundos exactos. Mientras, el flaco se sentaba en frente de la terraza en un viejo taburete que existía desde hace varios siglos, con los pelos del cuero que crecían cada mes y la madera intacta, lucía como recién hecho. Mirando el barro en la calle en esa pequeña choza de palos y mierda de vaca que llamaban hogar.
Estaba comiéndose un pargo rojo con yuca y arroz frito, los vecinos lo saludaban desde sus burros cargados de leña o comida que se intercambiaban entre todos, hasta que la luz del sol desapareció por completo. Los mechones chorreaban un líquido negro y sobre ellos una luz tenue intentaba alumbrar la puerta de cada casa.
El viento los apagó de repente, se escuchó un estruendo; una tormenta de arena y galopes se sentía a lo lejos
-¡¡Maldita sea Argenida!!.
Gritó, tratando de ponerse de pie en vano, aunque logró tirarse al suelo perdió la conciencia. Los huesos del pescao, medio bollo y unos cuantos granos de arroz que aún quedaban en el plato salieron volando por los cielos.
Bollo, chicha, pescao y arroz corrían por la calle buscando un refugio del alboroto y el taburete hecho con piel de cerdo se partió en mil pedazos, aparecieron querubines en su ayuda y lo guardaron en pedazos al fondo de la casa -¡bendecido taburete!. El manglar tomó al guille de una pierna abrazándolo casi por completo, pero en ese instante, Argenida salió de la casa con un machete oxidado, partió las ramas y lo tiró hacia dentro. Un solo golpe con el pie bastó para que de una fuerza sobrehumana la puerta de zinc quedará en su lugar.
Aquello pasó como una avalancha, las patas de los caballos dejaban fuego en el camino, la bulla de los forajidos se escuchaba en cada rincón del pueblo, hasta que se detuvieron en la esquina de la cuadra frente a una casa verde menta con amarillo y columnas mal pintadas de rojo quemao. Bajaron más de diez manes de 4 caballos.
El portal se abrió y todos corrieron uno sobre otro para entrar, incluso los caballos. Un negro con joyas de oro y esmeraldas salió miro a cada lado, puso un palo de escoba en medio de la pierta, dijo unas palabras en voz baja y ahora dónde se suponía estaba la casa solo se veía un monte frondoso y hediondo.
…
-Allá van los caballos nadando señor. Señalando la oscuridad, la única luz que se divisaba era aquella hermosa luna de otoño nadando sobre el mar. Pero Rojas, el comandante de la marina, no lograba ver nada. Sentados en la arena de la playa esperaron mientras aquellos fantasmas desaparecían de sus memorias.
...
En la casona, un hombre gordo como un puerco, calvo, con pelos en la barriga y una barba blanca desordenada salía de una de las habitaciones, lo seguían detrás 3 hermosas jovencitas. Los hombres boquiabiertos observaban la belleza.
-Es sorprendente que la virgencita esté en la tierra ¡¡oh remedios!!. Decían todos en una sola voz. El viejo los escupió a todos con un menjurje de sabor a palos extraños y ron. Las heridas, locuras y más se esfumaron. Sorprendidos abrieron los ojos.
-¿Qué pasa? gritaron en coro mientras el embrujo volaba por el recinto.
-Aquí tiene señor, 5 sacos repletos de oro indígena. Al abrir los sacos la sorpresa fue muy evidente, cuando en vez de oro caían semillas de maíz podrido.
La furia en la cara del viejo no se escondía, incluso se veía como una olla presión botando aire caliente desde su interior por los oídos y nariz.
En ese momento la puerta principal se abrió de par en par, un viento frío ingresaba poco a poco erizando la piel. En la niebla se dibujaba una figura, lentamente, vistiendo botas, un jean negro y una camisa blanca.
Las manillas de caracuchas tocaban una melodía con el movimiento de sus brazos, los colmillos de los tiburones mordiendo su cuello y los aretes de coco desprendían aún el olor a mata como si estuviesen renaciendo. Los pericos gritaban su nombre y las palmeras se inclinaban ante él.
Él, con una sonrisa los saludaba a todos, mientras se paraba al lado del viejo, abrazándolo por la espalda.
-Entonces, ¿estos son tus mejores hombres? Nublados por el placer y la avaricia sólo están condenados a la cárcel del mundo terrenal.
Cuando el viejo quiiso quitar el brazo del cuello, Matías ya estaba sentado en una silla al otro lado del patio, comiendo un mango maduro que acababa de tomar en el suelo.
-Los gusanos le dan mejor sabor. Decía mientras chorreaba el jugo de aquel manjar por su boca. -¿cómo te atreves?. Don Juan en un ademán de subir sus manos se paró de repente. Matías, lo miró fijamente con mirada desafiante, congelando aún más el ambiente. -A mi madre no le gustará para nada esto… padre.
Se levantó de la silla y sin mirar atrás se marchó por la misma puerta por la que hace un minuto había entrado.
...
-Qué aroma tan delicioso. Dijo en voz baja.
Un aparato extraño de un color metalizado, danzaba en el techo al son de un tenue viento que antes de resfrescar el ambiente, desprendía fuego, un calor abrazador.
Desde el suelo, pálido, miraba al techo, hipnotizado por el movimiento de esa vaina se sentía ajeno a su cuerpo y mente. Justo escuchó una voz suave.
-Guille, guille. Aquí tienes. Sus ojos voltearon a ver a su mujer que traía una tasa de café.
-Arge, ¿Qué pasó?, ¿dónde está mi pescado?. Ella lo miró con cara de locura.
-¿Cómo qué qué pasó anoche?. Esos manes te pasaron por encima. Cómo pude te metí a la casa con todo y taburete. El flaco, miró a la esquina, el taburete brillaba como el sol, reluciente. Se tocó la cabeza y tenía un chichón del tamaño de la sierra nevada.
-Al menos estoy con vida, gracias mi negra. Se levantó del suelo, la agarró por las caderas y le dió un beso en la frente. Le subió el vestido e hicieron el amor a las dos de la tarde en medio de la cocina al lado del agua hirviendo para el arroz.
-La vida se paga con vida, dijo. Argenida se quedó en una silla fumando un tabaco con las tetas al sol. La leche de sus senos se llenaba poco a poco y en su barriga se plantó aquella semilla.
Con un escapulario en las manos rezó al señor por salud, amor y una vida digna
para el pequeño, aquí en un pueblo del Caribe, con el olor a café en cada esquina y con el agua de coco en sus entrañas.
-Matías, te llamarás en honor a tu bisabuelo. Fue lo último que dijo Guillermo, cuando tomó su sombrero de paja y desapareció con la muerte del sol en el horizonte. Dicen que una sirena se lo llevó y nunca más se supo de él.