Reino dorado, orgullo carmesí.

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Lio observaba las brasas del campo de batalla caminando entre los muchos cadáveres de sus compañeros, buscando algún rastro de vida. Su expresión era apática, no tenía esperanzas de encontrar a nadie. Entonces escuchó un sonido, un balbuceo. Volteó hacia el origen del mismo, divisó unos escombros y se acercó. Se encontró con una enorme columna que alguna vez había formado parte de un arco, el cual había sido una de las entradas de la plaza donde se hallaba, pero ahora el arco se encontraba hecho pedazos, los fragmentos en el suelo y sólo parte de las columnas todavía en pie.

A medida que se acercaba, más fuerte oía los ruidos. Dobló al llegar a la columna y se encontró con un joven soldado. Tenía una lanza de metal insertada en la parte baja del abdomen, además de grandes marcas de quemaduras atravesando su cara y dejándolo ciego del ojo izquierdo.

—Señor, ¿es usted? —dijo el joven con voz ahogada.

—Sí —respondió Lio secamente, acercándose más.

—¿Voy a morir?

Ante la pregunta Lio se arrodilló y empezó a examinar su cuerpo más de cerca. Por el peso de la lanza y la forma en la que había sido arrojada (parecía haberlo atravesado más como producto de una explosión que por el ataque directo de alguien), el joven estaba perdiendo sangre lentamente a través de la herida.

—¿Sientes frío? —preguntó Lio seriamente, sin cambiar su expresión.

—Sí... —respondió el joven melancólico, entendiendo lo que esas palabras implicaban.

—Ya no hay nada que podamos hacer entonces —dijo Lio, mirándolo a los ojos—. Estás perdiendo sangre de forma muy lenta y ya perdiste demasiada. Si te quito esta lanza ahora, sólo te vas a terminar de desangrar en el acto sin que pueda hacer nada. Si tuviéramos una benevolente cerca podríamos hacer algo pero en lo que he recorrido no encontré ninguna viva y no parece que haya nadie en la cercanía.

—Ya veo... es una lástima —dijo el joven con una sonrisa triste. No obstante, le brillaban los ojos al ver a Lio, en ellos se notaba su admiración—. Señor —añadió mientras lo miraba.

—¿Sí?

—Disculpe, ¿podría quedarse?

Sin dudarlo, Lio asintió y se sentó junto a él, apoyando su espalda en la enorme columna.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Lio con un tono tranquilo, mientras observaba el horizonte, lleno de cadáveres y brasas.

—Richmond, señor. Richmond Crurx —respondió el joven. Aunque moribundo el tono de su voz revelaba orgullo al mencionar su apellido.

—Crurx... Cabello castaño, ojos carmesí. ¿Eres del Bajo Reino, no? —dijo Lio, tratando de mantener un tono casual.

—Sí, como usted, señor. Temía que no lo notara. No estoy precisamente presentable —al decir estas palabras una alegría se veía reflejada en su rostro.

—Sólo hace falta ver los ojos... —Lio fue interrumpido antes de terminar la frase.
—Y encontrarás tu hogar —terminó de decir Richmond, completando el dicho. Lio esbozó una sonrisa.

—Así es.

—Señor, no pretendo molestarlo pero, ¿si le preguntara cualquier cosa en este momento, me respondería con la verdad?

La sonrisa de Lio se desvaneció y procedió a mirar fijamente a su interlocutor.

—Te respondería con la verdad estés en la situación que estés.

—Es agradable saberlo. ¿Usted cree que a la gente de este reino les importamos? —Richmond hace esta pregunta temeroso. Lio se toma un momento para responder.

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