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Corría por el pasillo a la siga de Izana, diciendo: «Si vuelve a nevar, haremos un mono¹ juntos».
Había escuchado de su boca unas palabras que todavía recuerda: «¡Lo mismo de la vez pasada: mentiras, Kakuchō!» sus quejas se acontecían a las amplias puertas del hogar; siempre estuvieron cerradas. A todos los niños se les prohibía salir al patio por las frías nevadas.
Después, Kakuchō decía: «¡La próxima vez se hará realidad! ¡Lo juro!»
Al día de hoy se oyen los pasos de quien camina sobre la nieve, su mano logra incrustarse en ella, le arranca un puñado y arma una figura luminiscente. Ambas botas dejan huellas profundas que llegan al pavimento teñido de asfalto y nostalgia por esos días; el paraíso de aquellos sueños compartidos, jamás divididos.
—¿Qué te dije, mi amor? —no desiste la imagen radiante de tal sonrisa, al contrario, persiste su presencia a través del tiempo y se conserva eternamente a los adentros de su memoria—. Te dije que cuando nevara, tú y yo haríamos un mono de nieve —los reinos celestiales no permiten la inmediatez de su ingreso; él no está muerto, sin embargo, construiría mil y un palacios para imaginar la calidez de su compañía allá en lo alto otra vez—. Te extraño, lo prometido es deuda.
Se hallan tormentas grotescas que arrasan las paredes internas de su consciencia. La extensión infinita del cielo nublado culmina en el horizonte; no hay nada más luego del cementerio. Los copos traen de vuelta la voz amatoria de Izana, cubren de gracia las venas abiertas a raíz de su partida... el dolor se acaba.
Kakuchō aguarda oírlo cantar a compás con las cuerdas de su guitarra, sabe que muy pronto volverán a cruzarse sus dos caminos y no se alarma al respecto; mañana lo esperará con calma... habrán sanado ya sus heridas.
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