El príncipe fruncía el cejo. Miraba las dos pesadas puertas doradas que tenía delante y que estaban cerradas para él. Desde allí podía oír música y risas dentro del salón. La fiesta, su fiesta, ya había empezado. Le llegaba el sonido de las copas de cristal con las que brindaban los invitados mientras paseaban por el ornamentado salón de baile. Sin duda se quedarían estupefactos al contemplar la belleza de los valiosos objetos que llenaban la estancia. Jarrones preciosos, detalladas pinturas de paisajes lejanos, ricos tapices y bandejas de oro macizo eran solamente algunas de las muchas cosas que había. Y todas palidecían comparadas con la belleza de los propios invitados. El príncipe no recibía a cualquiera en sus fiestas, sino solamente a aquellos a los que consideraba lo bastante hermosos como para estar en su presencia. Llegaban de todo el mundo y estaban tan expuestos como los objetos inanimados del salón.
De pie frente a las puertas cerradas, el príncipe apenas se daba cuenta del ir y venir de los criados a su alrededor, nerviosos, dándole los últimos toques al traje. Su mayordomo revoloteaba en torno a él, con el reloj de bolsillo en la mano. Aquel hombre estirado y mayor odiaba el poco respeto que su señor tenía por el tiempo. Por su parte, el príncipe disfrutaba haciéndole perder el suyo al mayordomo. Cerca del príncipe, había una criada con un pincel en la mano. Con cuidado, pintó una línea blanca en la cara del joven. La pintura se deslizaba por su piel suave e inmaculada con facilidad. Al acabar, la criada retiró la mano e inclinó la cabeza para observar su trabajo.
Había tardado horas en pintar la máscara, y se notaba. Era exquisita. La cara del príncipe se había transformado por el pálido velo de la pintura. No había escatimado ningún detalle, desde las más tenues marcas del plumaje dorado y detalles azules alrededor de los ojos, hasta la capa de polvo rojo que resaltaba aún más sus notables pómulos. Siguiendo la última moda, le habían colocado dos lunares postizos, uno debajo del ojo derecho y otro por encima de sus labios de color carmesí. Bajo el maquillaje del baile de máscaras, sus ojos Rubi brillaban con frialdad.
La criada dio un paso atrás y esperó a que el ayuda de cámara colocara una capa larga cubierta de piedras preciosas sobre los hombros del príncipe y la revisara con cuidado para asegurarse de que no había ni una gema fuera de su sitio. Una vez satisfecho, asintió y la criada empolvó la peluca del príncipe. Luego ambos hicieron una reverencia y contuvieron el aliento mientras esperaban la reacción del joven.
Éste levantó una mano cubierta por un guante e hizo un único gesto altivo. Al instante apareció un criado.
—Más luz —ordenó.
—Sí, su alteza —contestó el sirviente, dándose la vuelta y alcanzando un candelabro que tenía al lado para iluminarle cara.
El príncipe sostenía un espejo pequeño de plata, con filigranas en la parte posterior y un delicado mango. En aquellas manos grandes, parecía diminuto e increíblemente frágil. Sujetándolo para poder verse la cara, el príncipe giró la cabeza a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda, contemplando su reflejo. Asintió una vez y, entonces, como si no fuera más que un trapo, lo soltó sin pensarlo dos veces.
La criada, que casi se había desmayado de alivio por el gesto de aprobación del soberano, se quedó sin aliento cuando el espejo empezó a caer. Sin molestarse en volverse al oír ese sonido, el príncipe ordenó al mayordomo que abriera las puertas del salón de baile. Mientras, un criado atrapó el espejo justo antes de que se estrellara contra el suelo. Todos los sirvientes soltaron un suspiro de alivio colectivo cuando las puertas se cerraron detrás del príncipe. Durante las siguientes horas podrían relajarse, ya que no estarían a la vista de su cruel, consentido y desagradable señor.
Ajeno a los pensamientos de sus criados, o quizá consciente de lo que pensaban, pero sin que le importara, el príncipe entró en el salón de baile. Era un mar de color blanco (tal como había indicado en la invitación que debían vestirse los invitados). Muchos de los presentes eran difíciles de distinguir entre sí salvo por las máscaras. El resultado era encantador. Sin embargo, la boca del soberano no esbozaba ninguna sonrisa y su expresión solemne no reflejaba ningún placer al ver semejante belleza en su castillo. Nunca permitía que los demás lo vieran sufrir o alegrarse, eso le proporcionaba cierto misterio, del que disfrutaba enormemente. Mientras caminaba, oyó los susurros de las jóvenes y donceles preguntándose nerviosos si aquella noche los elegiría para un baile. En sus labios se empezó a dibujar una sonrisa engreída, pero la borró y continuó su camino.
Abriéndose paso a través de un círculo de donceles y jóvenes casaderas y sus carabinas, el príncipe llegó a su trono. Se elevaba por encima del salón de baile, lo que le permitía tener las mejores vistas de la fiesta. Como todo lo demás en aquella sala, su diseño era exquisito. El res paldo estaba coronado por un enorme y majestuoso escudo de armas que dejaba claro, por si no lo estaba ya, de quién era el trono. De pie junto al asiento, el príncipe se dio la vuelta y observó la sala. Vio a un hombre pequeño y animado sentado ante el gran clavicémbalo, en el lado opuesto del salón. Intercambió una mirada con el músico, que respondió con una sonrisa, mostrando unas ojeras en su rostro que había visto mejores días. El príncipe hizo una mueca, pero después asintió. Al fin y al cabo, era el maestro italiano número uno. Él y su mujer, la elegante diva operística que estaba a su lado, eran famosos en el mundo entero por su talento. Eran, sencillamente, los mejores. Por eso necesitaba tenerlos en su baile.
Tras la señal del soberano, el maestro empezó a tocar y la diva comenzó a cantar. Su voz llenaba el salón. El príncipe caminó hasta llegar a la pista y empezó a bailar. Sus movimientos eran suaves y experimentados; los había perfeccionado durante años de práctica. A su alrededor, las señoras se movían en sentido contrario al de él, en un baile igual de bien ensayado y gracioso; sin embargo, palidecían en comparación con el príncipe. Su presencia era más grande que el propio salón, su apariencia más bella y su frialdad más escalofriante que el viento y la lluvia que rugían fuera.
La voz de la diva acababa de subir hasta llegar a una nota casi dolorosa, cuando de repente, por encima de la música y el viento, se oyó un sonido inconfundible. Alguien estaba llamando a la puerta que daba a los jardines. El soberano levantó una mano y la música se paró en seco.
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EL JOVEN Y LA BESTA (Edición)
RomanceComo todos los cuentos de hadas esta historia comienza con la frase más sencilla: «Érase una vez...», pero después avanza y da un giro inesperado que la diferencia de las demás. No trata solamente de una doncella hermosa y de un apuesto príncipe, au...