Suspiras y te detienes bajo el sol. Tu entorno comienza a perder nitidez. Pero sabes que estarás bien, porque no caminas del todo solo.
Tu destino está más allá del horizonte: eso te dijeron hace cientos de leguas atrás, en esa aldea fétida y calurosa. Frente a ti no hay más que arenas desérticas, un sol inclemente y un gran porvenir.
Por las noches, a la intemperie y bajo el cobijo salvaje de las estrellas, te sorprendes extrañando tu hogar. Piensas en volver a la pequeña choza, con tus padres y tus hermanos de sangre.
Evocas imágenes vívidas, un poco dulces, pero que se tornan miserables: niños de piernas flacas que jugaban a la pelota frente a tu casa y te arrojaban piedras cuando te acercabas. Eras muy bajo, muy pequeño, y estabas seguro de que no había maldad en ti, a pesar de que te gritaran, te señalaran con el dedo y te escupieran la cara.
Tus hermanos de sangre no eran muy distintos. Te miraban con desprecio, como una alimaña que les robaba la última miga de pan y la última gota de leche, como una de esas cucarachas que se paseaban inocentemente por el suelo de la choza.
Tu padre apenas te dirigía la palabra, salvo para mandarte a realizar los trabajos pesados en el campo, pues hacía rato que ya no te consideraba un miembro de su familia, su primogénito, su amado hijo con piel de ébano. Tras interminables horas de rezos, de ungüentos e infusiones milagrosas, decidió acabar con toda esperanza.
Sin embargo, tus hermanos de sombra nunca te trataron de ese modo. Jugabas con ellos a las escondidas en las noches solitarias, viéndolos desaparecer tras las esquinas, y te susurraban historias en lenguas antiguas que podías comprender a la perfección.
Tus hermanos de sombra se parecen más a tu madre, la única que te besaba el borde de las orejas y acariciaba la mancha oscura de tu rostro, la marca que, como dijeron las ancianas de la aldea, solo auguraba plagas, muerte y sufrimiento. En cambio, ella te decía que tu marca no era maligna, solo diferente, y que la gente ignorante suele temer a aquello que les resulta distinto.
Incluso te prometía una vida próspera lejos de ese nido de ratas donde solo crecían la hambruna y las supersticiones. Te decía que tu destino no estaba allí, sino muy lejos, hacia el norte, donde tendrías un trabajo digno, un hogar con una buena esposa y unos niños fuertes, y una vida justa.
La nostalgia hace que reconsideres volver, pero ya no hay un techo para ti, ya no hay un lugar dispuesto a recibirte. Ni la iglesia ni el refugio; tal vez la cárcel, la horca o el infierno.
No te sientes culpable por deleitarte con el recuerdo de la miraba aterrorizada de tu padre, sus ojos desorbitados, desprovistos de vida, mientras el filo del hacha acariciaba su garganta. Las manchas de sangre en las paredes grasientas de la cocina. Tus hermanos pequeños llorando en brazos de los mayores. Y todas las ancianas, todos los niños de la aldea, injuriándote hasta que eran ahogados por el grito de la muerte.
La única que te suscitó un verdadero dolor fue tu madre, tu santísima y hermosa madre, devorada por tus hermanos de sombra. Porque lo era todo o nada. Y porque no había marcha atrás: ya tus manos estaban manchadas y tal vez ella se hubiera equivocado.
Ya no queda nada a tus espaldas. Ni tu aldea, ni tus padres, ni tus hermanos. Las únicas que ahora te cuidan son las sombras, las que nunca mostraron asco o desdén hacia tu marca, las que siempre te amaron y te brindaron protección frente a un mundo hostil que no hubiera dudado ni un segundo en aplastarte.
Luego de unos momentos sumido en tus pensamientos, vuelves a enfocarte. Tienes la boca seca. Crees que te derrumbarás en cualquier momento, que morirás de inanición. Pero sin pensarlo dos veces, sigues tu camino. A lo lejos divisas un oasis de nuevas esperanzas. Siempre hay segundas oportunidades.
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Hermanos de sombra
Short StorySuspiras y te detienes bajo el sol. Tu entorno comienza a perder nitidez. Pero sabes que estarás bien, porque no caminas del todo solo...