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“El lenguaje es la forma en que los seres vivos logramos comunicarnos. Existen distintas maneras de hacerlo y cada una puede considerarse como un arte inexplicable; el habla, las señas, la música, las miradas. Y las flores. Ellas también tienen algo que decir. Eso me lo ha enseñado un joven al que sin duda recodaré por el resto de mis días, e incluso, hasta después entonces”. — Anya Taylor-Joy.

Flores. Seres vivos. Poseen un tallo corto decorado por un cúmulo de hojas que varían conforme a la planta. Cada flor posee una belleza propia; una forma distinta de llamar la atención. Y, asimismo, una manera especial de comunicarse que depende del significado que los humanos les han dado a sus características.

Es así como el lenguaje de las flores llegó a mano de los terrenales incapaces de expresar completamente aquello que quisieran decir. Timothée Chalamet era uno de ellos.

Su aspecto imponente y elegante era la fachada de aquel chico alto de 21 años que vendía coquetos arreglos florales en la residencia de los Taylor-Joy. Su cabello revuelto azabache se balanceaba al movimiento del viento. Sus ojos verdosos combinaban con las hojas de sus plantas. Poseía una nariz fina y le acompañaban unos labios pálidos que, al llegar la primavera, se disfrazaban de un tono rosado. Sin embargo, la belleza no lo salvaba de su estatus y trabajo a los cuales había sido condenado.

Fue una mañana de primavera cuando Anya recibió la primera flor. Encima del tocador de su cuarto, se encontraba un ramo de acacias relucientes, de un color vivaz amarillo. Un día antes, ella había terminado una relación con su pareja, Aidan Gallagher.

La joven con el cabello más sedoso de toda Inglaterra, largo y coloreado de un café rojizo. Siempre lo llevaba suelto con un tocado que combinase con sus vestidos rozagantes. Tenía un rostro de rasgos sutiles y marcados. Era una belleza agraciada, dominante de elegancia. Y aunque pasara algunas mañanas por la floristería “Timo’s Flower Shop”, jamás había visto al dueño del lugar.

Al día siguiente, frente a su hogar, se encontraba un rimbombante arreglo del tamaño de la costosa entrada, donde las protagonistas eran unos bellos almendros blancos a los que toda su familia observaba extrañada; “Anya Taylor”, decía la nota, y únicamente eso mostraba lo que ni siquiera podía llamarse carta.

La familia de Anya la juzgó, por el hecho de que quizá tenía un enamorado poco discreto y nada prudente que se atrevía a mandar flores cuando ella había tenido una reciente ruptura; todos pensaban que ella era consciente de quién se trataba y no hacía nada al respecto, cuando ocurría todo lo contrario.

No metieron el arreglo, solo armaron unos cuántos más que fueron regalando a los empleados de la residencia; tal vez el único obsequio que recibirían de ellos y eso sólo porque no las querían cerca, porque para ellos simbolizaba atrocidad e irrespeto.

Un día después, quizá en modo de disculpa, en la tarde y en la misma entrada yacía un poco ostentoso ramo de azaleas rosa pastel. Anya fue la única que lo vio, y para evitarse problemas las guardó en su habitación.

Cuando a la mañana siguiente un empleado tocó a su cuarto llevando una sola rosa carmesí en su mano con la misma nota; “Anya Taylor”, ella notó que cada día hacían una confesión a su persona, y estaba consternada por la constancia y el misterio de su admirador.

Fue entonces que decidió salir por el pueblo y pasar por cada floristería durante el amanecer del próximo día.

Agraciada, paseaba por cada puesto. Realmente no sabía qué quería encontrar, quizá alguien que enviara algo a la residencial Taylor-Joy a su nombre. No encontró nada.

Su última parada fue en “Timo’s Flower Shop”, donde su visita era recurrente y se paseaba por diversión para comprarse algo para sí misma. No esperaba hallar al susodicho ahí, porque al menos ya lo habría sospechado los días anteriores a ese, mientras hacía sus visitas cotidianas.

Si las flores hablaran...Donde viven las historias. Descúbrelo ahora