Capítulo I Sensaciones inexplicables

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Corro entre las calles empedradas y la vista fija en el movimiento de tu cabello, cuyos rizos asemejan las ondas que la lluvia dibuja sobre el agua. Me falta el aliento, mis pies apenas tocan el pavimento y me retumban en la garganta los latidos de un corazón desesperado. Mi voz se ahoga intentando llamarte.

-¡Amalia, Amalia!

Tu nombre se desvanece como el hálito tibio en una noche gélida y tus pasos presurosos junto a los míos hacen eco en las callejuelas solitarias, parajes estrechos que desprenden el aliento de una ciudad moribunda. Te giras para verme y aún con la distancia que nos separa puedo saborear la sal de tus lágrimas ¿Por qué lloras? Creo que lo sé, pero por algún motivo no logro recordarlo. ¿Por qué no logro alcanzarte? Eres más veloz que yo, me respondo enseguida; desde niña corrías con ligereza de gacela y aunque siempre estabas descalza, los guijarros nunca te lastimaban los pies.

Ya no puedo seguirte, el amanecer está a segundos de nacer y se alcanza a ver la frente del sol asomándose entre las nubes; pero la neblina que desciende desde el cerro Ancón no ha terminado de evaporarse, tu silueta se transforma en una mancha lejana.

-¡Amaliaaaa!

El grito emerge desde el lugar más hondo de mí, pero es en vano. Has desaparecido.

Despierto. Llevo la mano al pecho porque me duele. Luego toco mis mejillas, están húmedas. Me incorporo y permanezco sentado en el borde de la cama, asimilando que se trata de otro de esos sueños.

Desde niño he soñado con Amalia, una niña de piel color canela, cabello rizado y ojos grises, tan grandes como dos almendras en fruto. Su figura está hecha solo de los aluviones que conforman el inconsciente, sin embargo, luce tan real como el sol que ahora mismo me golpea el rostro; creció a mi par y es mi mejor amiga, aunque vive en otra dimensión: la de mis sueños.

No recuerdo el momento exacto en que empecé a soñar con ella, quizá fue desde los nueve o diez. Mi madre se empeñó en creer que se trataba de un fantasma o maleficio; yo no pude jamás verla de ese modo. Con el tiempo y ayuda psicológica ambos entendimos que mis sueños con Amalia eran solo una proyección de mi mente, una necesidad, un canal para expresar mis emociones reprimidas debido a la timidez extrema y mis carencias. Talvez la ausencia de mi padre que falleció antes de poder recordarlo, la falta de hermanos o amigos en la infancia.

Siempre lucimos de la misma edad. Así, mis nueve años parecieron sus nueve y mis doce los suyos; sin embargo, cuando crucé el umbral de los quince, los sueños con mi amiga se esfumaron y reaparecieron justo después de que cumpliese los veintitrés. Volvieron, pero vestidos con un extraño luto, un aura lúgubre y envejecida. La Amalia que aparece en mis ensoñaciones recientes es adulta como yo, poco queda de su infantil rostro risueño y sus facciones están delineadas por la amargura. Sé que es ella, porque tiene los mismos labios, nariz roma y pequeña, cabello azabache, y el iris gris como nubes cargadas de lluvia.

Durante estos meses es cierto que he tenido exceso de trabajo y eso puede estar afectando mi equilibrio mental. Volver a soñar con ella y de esta manera, con tanto dolor de por medio, empieza a inquietarme. Es la primera vez que la empresa me otorga el liderazgo de un proyecto de renovación y, pese a que ya no soy tan inseguro como en la infancia, sigo dudando de mí mismo por momentos. Respiro hondo y decido dejar de pensar en los avatares de mi mente e ingreso al baño para darme una ducha rápida y vestirme, pues me espera un día largo.

Al llegar al trabajo, pronto me ocupo de atender a los proveedores, recibir materiales y responder la interminable lista de correos; con lo que me olvido de aquel sueño. El trabajo es abrumador y no me permite dedicar mis pensamientos a asuntos distintos.

La casa Luque #PGP2023Donde viven las historias. Descúbrelo ahora