Solía ir a la casa de mis abuelos todos los veranos. Era un lugar pintoresco, lleno de un pasto verde y amarillo, desigual y desarreglado, con algunas ventanas mal pulidas y un orden pulcro e impecable. En sus mejores años, mis abuelos se dedicaban al campo, pero cuando su piel se vio arrugada y el cabello cano como el monte de una montaña, solo se dedicaban a pasar el día y a bajar al pueblo.
Cuando era muy pequeña, adoraba ir allí y correr por los campos persiguiendo el insecto de turno. Era una de las cosas que más amaba, las horas se escapaban sin posibilidad de detenerlas, como tratar de guardar agua en un vaso roto. Era imposible.
Para sorpresa de nadie y desgracia de todos, la infancia no es eterna.
Cuando crecí, empecé a pasar más tiempo en la casa de mis abuelos, asaltando la pequeña biblioteca de la casa, llena de libros de amor, desamor, acción, comedia y cuanta cosa se te cruce por delante. Lo cual, en realidad, no me sorprende porque la imagen más nítida que tengo de mi abuelo es él, estando frente a la ventana, limpiando sus lentes, con un libro abierto por la mitad en su regazo y un cigarro en la boca.
Toda la vida creí que mis abuelos solo congeniaban por costumbre, que a estas alturas de la vida habían roído tanto sus huesos que simplemente coexistían sin más.
Y es que mi abuela, a pesar de sus cansadas rodillas y todos los males típicos de la edad, era imparable. Solía ir de un lado para otro, cocinando algo, yendo al pueblo a ver a tal y cual amiga. A veces solía ir al huerto, que aún estaba en buenas condiciones y con alguna flor o fruto. ¡Oh, mi abuela, cómo amaba sus flores! Siempre había unas cuantas en el centro de mesa, y otras tantas en la cocina, y otras más en los cuartos. Unas cuantas perdidas en la sala, y esa pobre flor que siempre quedaba olvidada en algún rincón de la casa, destinada a marchitar sin agua y sin los buenos cuidados de mi abuela.
Mi abuelo, siendo tan apático, dedicado casi religiosamente a su lectura, y mi abuela, tan dolorosamente enérgica, el único momento del día en el que realmente convivían era durante las comidas, juntos en la mesa para el desayuno, la comida y la cena. Mi abuelo solía enojarse mucho cada vez que mi abuela no llegaba a tiempo y se negaba a comer, aunque mi abuela dejara el plato con comida en la mesa y le pidiera disculpas. Actitud que durante toda mi vida reprobé.
"¿Es que tanto le costaba atenderse solo?", pensé. Ver a mi abuela tirar a la basura el plato de comida que le había servido a mi abuelo a modo de disculpa, con esa carita opacada y desilusionada, dolía. Deduje que la única razón por la que no lo lastimaba igual que a mí debía ser que ya estaba acostumbrado a la existencia de su mujer, tanto que simplemente ignoraba su dolor.
Una vez le reclamé:
-Acompáñala, se está disculpando, no seas grosero.
-No entiendes nada, niña tonta -fue su respuesta, hostil y cortante. Nunca me había dicho así. Yo, enojada, herida y orgullosa, subí al cuarto que me tenían reservado y me negué a hablar con él durante el resto del verano. Él tampoco trató de hacerlo.
Mi cerebro adolescente no lo entendía, incluso cuando mi abuela estaba, que era la mayoría de las veces, solo se sentaba en la mesa esperando que ella le sirviera el plato caliente de comida mientras ella relataba las desventuras del día, que si tal estaba enfermo, que si el hijo de cual estaba descarriado, que si quién sabe quién se embarazó, que si aquella le comentó una nueva receta para el pastel. A veces, ocasionalmente, él le contaba a mi abuela acerca del libro que estaba leyendo, con parsimonia y detalle. Odiaba ver cómo mi abuela lo escuchaba con devoción.
Aunque, para ser justos con mi abuelo, él solía hacer comentarios acerca de las cosas que mi abuela le contaba.
Yo siempre creí que las cosas eran así, hasta que un día mi abuela cayó enferma. Ese verano todo cambió.
Ahora mi abuelo cuidaba el huerto con fervor, a pesar de que solía hacerlo mientras maldecía porque las plantas perdían vida y cosechaba mal la fruta. Lo vi acomodando los jarrones con su pulso irregular, lo vi sirviendo mi comida, lo vi cambiando las flores del cuarto de mi abuela todas las semanas, evidentemente flores compradas. Por cierto, yo las compraba. Sí, mi abuelo me hacía ir caminando hasta el pueblo, que estaba a casi una hora, a comprar flores.
Mi abuelo le leía en voz alta, le contaba todo lo que creía interesante de sus libros, le mentía descaradamente acerca del verdadero estado del huerto. Y entre todo esto, había un hábito que siempre me llamó mucho la atención: siempre subía su comida y la de mi abuela para comer juntos.
A mediados de otoño, mi abuela falleció. Y yo aquí podría contar de lo desgarrador que fue eso, pero en lugar de eso, les diré de mi abuelo. Él hablaba, hablaba como si mi abuela siguiera allí, sobre todo en el desayuno, la comida y la cena. Hasta que un día, lo escuché diciendo:
-¿Cómo te has atrevido a dejarme? La comida no sabe igual sin ti contando tus tonterías, o tal vez es que nunca le pongo suficiente sal. -Soltó una risa amarga, dolorosa, muy impropia de el y su semblante serio y tranquilo. -Dijimos que estaríamos juntos, ¿recuerdas? Bah, ¿ahora qué sentido tiene esto si ya no te escucho decir tus estupideces? Dime, ¿para qué carajos me siento en la mesa sin ti? Este era nuestro lugar, ¿cómo te has atrevido a faltar una vez más?
Y entonces entendí cuánto amaba mi abuelo a mi abuela. Mi abuelo falleció al siguiente invierno.
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Entre Flores y Libros
RomanceLa energía inagotable de mi abuela contrastaba con la aparente indiferencia de mi abuelo. Siempre anhelé tener una relación distinta, pero ahora entiendo cuánto me equivoqué. Recuerdo aquellos veranos en la casa de mis abuelos. La casa pintoresca, l...