A lo que se quiere no se le hace daño. Eso es lo que pienso mientras los últimos borbotones de oxígeno escapan de mis pulmones en forma de burbujas, y tengo que salir a la superficie a coger aire. Creo que es algo lógico, ¿no? Cuando dos personas se conocen tanto, se cuentan sus secretos, sus miedos, aquello que aman y aquello odian, aquello que quieren conseguir y aquello que les da miedo perder... de la noche a la mañana no pueden pasar a ser enemigos acérrimos y odiarse, ¿no? Se conocen, se quieren y se extrañan. Para qué negarlo. ¿Saben todo uno del otro y de repente nada? Decido relajarme y flotar. Notar como el agua fría me contagia esa vitalidad marina por todos y cada uno de los poros de mi piel, notar cómo se inundan mis oídos y de repente todo se vuelve más calmado, más ausente, y menos doloroso. Notar cómo el valeroso mar me mece en sus mareas... cierro los ojos y me dejo llevar como una hoja, como una barca a la deriva, me dejo llevar como he hecho siempre.
Cuando mi cuerpo empieza a quejarse por el frío y noto que los dedos de los pies se empiezan a entumecer decido salir aunque no me apetece. Quiero paralizar este momento y seguir sintiendo la inmensidad mas absoluta. Sumerjo la cabeza una última vez bajo una ola que se dirige a la orilla y poco a poco voy caminando hacia ella. Corre un poco de aire, y según voy saliendo, noto como las gotas de agua caen por mi cuerpo en una carrera de obstáculos que ha improvisado mi piel al erizarse por completo. Voy acercándome a la toalla pensando si he hecho bien en dejar el teléfono en casa o debería habérmelo traído para ver si tengo algún mensaje nuevo. Has hecho bien en dejarlo, me convenzo a mí mismo. Cuando llego a la toalla me siento y dejo los pies fuera para no mancharla, pero de poco sirve porque el aire ya se ha encargado de decorar mis cosas con esa arena fina que se esconde por todas partes. Da igual. Busco en la bolsa para coger las gafas de sol y me tumbo. Esta sensación me tranquiliza. La tierra mojada que se incrusta en cada rincón de mi piel, la sal en la espalda y las gotas de agua fría cayendo por todo mi cuerpo. Cierro los ojos y mi cabeza coge las riendas de la situación. A veces ya no hay más veces, pienso. ¿Es verdad, o es solo una idea preconcebida y condicionada que nos hacemos? Ay no lo sé. Cojo una buena bocanada de aire y tras soltarlo mi pecho se queda mucho más tranquilo. Fer, has venido aquí para desconectar, para estar tranquilo y para estar contigo mismo y con nadie más. Nadie ha muerto por tener que empezar de cero; con este último pensamiento me incorporo.
Estoy sentado, algo triste y esperando, pensando y repensando todo. La tristeza que siento no es la de hace unas semanas cuando pasó todo, no. Siento una tristeza nostálgica, que me reconcilia conmigo mismo y en cierta forma me hace estar mejor. La tristeza que sentía como un invierno gris y sin abrigo se ha ido calmando poco a poco abriendo paso a una primavera más bien calurosa, que mantiene sus tormentas de vez en cuando, trayendo finalmente el color y la vitalidad del nacimiento de las flores. Siento una tristeza de contrastes... es amarga y dulce al mismo tiempo. Creo (y solo creo) que he aprendido a recibirla con los brazos abiertos y entenderla como una extensión de mí mismo. Ahora mismo solo quiero escuchar lo que me rodea y parar esos pensamientos que intentan arrastrarme a lo más profundo de mi ser y no dejarme escapar. Me he ido de viaje y estoy impresionado con todo lo que me rodea. Parece un sueño de mentira. Me he escapado a la costa norteña y respiro una atmósfera completamente diferente, pero tengo la misma sensación de cuando me sentaba en los vagones del metro de Madrid con los cascos puestos, el volumen al máximo, y me dedicaba a observar a las personas que transitaban por allí. Me encantaba imaginar sus vidas en una utopía que creaba mi cabeza para distraerse.
Me he escondido en una de esas playas de película. He encontrado una cala escondida entre unos acantilados que asusta solamente mirarlos por la gran altura que alcanzan y por lo afiladas que son las rocas que le dan forma. Se distribuyen a lo largo de la pequeña cala semicircular haciéndola confortable, segura y familiar. La arena es finísima, amarillenta y cálida por la caricia continua que recibe del sol que contrasta fuertemente con un turquesa infinito del mar que rompe en la orilla. Parece que el mar está enfadado, y es curioso, pero me da tranquilidad escuchar ese sonido beligerante, natural y salvaje. Eso es en lo que pienso... la naturaleza salvaje e indómita que me invita a observarla sin pedirme nada a cambio. Solo estar. Solo ser. Veo que por el horizonte comienzan a asomarse unas nubes negras que anuncian tormenta e interpreto que la propia vida también está convulsa. Me lo tomo como una advertencia y decido recoger mis cosas e irme.
Lo que más me gusta de la vuelta a casa es seguir el camino de flores silvestres que llevan hacia la pequeña aldea donde se edificaron siete casas en la ladera de la montaña. No tardo mucho en llegar, ya que las casas están muy cerca de la costa y colores y olores de todo tipo de naturaleza salvaje enmarcan el camino que hay que seguir. Flores, arbustos y árboles todo tipo y tamaño rodean las casas que antaño se construyeron y que prácticamente están integradas en la montaña. Son muy pocas y ahí reside su encanto. Siete casas con las mismas características: color blanco y puerta de roble, ventanas y tejados de color verde, una gran parcela de terreno y, lo más importante, una senda bordeada por flores de la que sale un camino que lleva directo a cada una de las casas. Recuerdo que cuando era pequeño y veraneaba en esta casa con mis abuelos, me decían que a esta senda la bautizaron como La Ruta de las Flores, y que incluso los vecinos que aquí vivían contribuyeron a plantar parte de lo que ahora es esta maravillosa senda verde.
Así que aquí estoy, intentando escapar de la realidad, pensando que soy otra persona completamente diferente y que tengo una vida mucho más tranquila y relajada como cuando éramos pequeños y cada día podíamos ser quienes quisiéramos... ¿lo has sentido alguna vez? Todos nuestros nuestros sueños por cumplir y todas nuestras ganas de crecer y vivir. Mientras camino, el sonido de la lluvia me mece cariñosamente y me paro a pensar en todo lo que ha ocurrido e imagino que me gustaría volver a ser un niño y disfrutar de todo aquello un poquito más. Me gustaría congelar este momento donde siento que estoy en paz y a gusto. Llego a la entrada de la casa de mis abuelos, ahora mía pero no me acostumbro, y me paro a observar el resto de flores que se esparcen por dentro de mi parcela. Las casas son pequeñas, de una sola planta, pero muy bien aprovechada. Amarillos, naranjas, rojos, rosas y violetas tiñen el camino de entrada al portal. Bajo la cabeza y sonrío al recordar cómo planté estos últimos colores con mi abuela antes de que se fuese, sin avisar, sin molestar, sin despedirse. Huele a tormenta y justo cuando cierro la puerta la naturaleza estalla en todo su esplendor.
Me dirijo a la habitación para coger algo de ropa limpia y quitarme la que tengo porque está mojada. Me seco un poco el pelo y me acerco a la mesilla a mirar el teléfono. Nada, ningún mensaje. Salgo de la habitación y voy al comedor a recoger una taza de café que he dejado haciéndose mientras me cambiaba. Me acomodo en el patio cubierto que tiene la casa y que mi abuela tan sabiamente construyó para disfrutar de estos momentos. Aquí encuentro paz. Estoy lejos de mi tan querido y tan odiado Madrid. Lo siento por las personas y recuerdos que allí he dejado, pero tenía que salir de mi personal jaula de asfalto y ruido. Menos mal que puedo trabajar desde casa y esto me permite escapar a mi refugio en la impetuosa costa norteña. ¿Alguna vez habéis tenido la sensación de querer escapar y no poder? Así me siento últimamente desde hace varios meses. Encerrado, ahogado, lleno de nubes negras que anuncian tormenta y que me revuelven por dentro. Joder, ¿era necesario todo esto, de verdad? Saboreo la última calada del único cigarro que me he propuesto fumar al día y tras una profunda exhalación lo apago en el cenicero.
Hacía mucho tiempo que no me sentía tan extraño conmigo mismo y es una sensación muy rara. Me siento bien en este remanso de paz. Aquí sentado me gusta pensar que el tiempo me acompaña y que se siente tan gris como yo, con esa necesidad de desahogarse a través de una tormenta, llorar a través de la lluvia y gritar a través de los truenos. En cierta forma me reconforta estar convulso, me hace sentir vivo, y también me gusta estar acompañado por el mar con sus olas rompiendo en la orilla, por el bosque y los árboles que parecen susurrar entre sí con este temporal, por las rocas y cuevas del acantilado que esconde a sus furtivos amantes, y por las aves aposentadas en los arbustos del jardín que están esperando que la lluvia pare. Quiero centrarme solamente en escuchar los sonidos que me rodean, parando los pensamientos que intentan arrastrarme a lo más profundo de mi ser y no dejarme escapar. Por fin puedo pensar. Aunque no termino de tener claro en qué... solamente quiero mantener esta sensación de tranquilidad.
Es entonces cuando suena el timbre y no me lo puedo creer. ¿Quién viene en mitad de una tormenta? No entiendo nada. Me molesta porque estaba muy a gusto, tranquilo, solamente observado. Me levanto de mala gana y me dirijo hacia la puerta principal. Cuando abro la puerta me quedo prácticamente sin respiración. Me encuentro con un chico de complexión atlética y empapado en frente de mí. Su pecho se mueve agitado, lo que me dice que ha venido corriendo hasta aquí intentando evitar la lluvia lo máximo posible. Está tiritando y no entiendo nada. ¿Qué hace aquí? Reconozco perfectamente las pecas que se esconden detrás de ese pelo rubio cenizo por el que no dejan de correr gotas como si fuese un río. Reconozco esos ojos azules que solamente callan las verdades que él grita en su interior. Reconozco esa cicatriz en el labio partido por la pelea de hace unas semanas. Reconozco que no sé qué pensar.
Que poco nos atrevemos para lo corta que es la vida, ¿no crees?- dice
Jo-der.
ESTÁS LEYENDO
La Ruta de las Flores
Teen Fiction¿Alguna vez has tenido ganas de escaparte y no mirar atrás? Fer lo ha hecho. Se ha ido al lugar más recóndito que podía, sin decir adiós, sin despedirse. Se ha esfumado y solo ha querido ir a refugiarse de la tormenta a un lugar al que pensaba que n...