Las brujas existen. Todo el mundo lo sabe, pero su concepto y el mío no son el mismo. Las brujas son malvadas, crean pociones capaces de lastimar a otros a partir de hierbas y partes de animales, tienen conocimientos que no deberían poseer por su escasa educación, viven solas, son capaces de seducir a quienes se propongan gracias a sus mágicos encantos y, sobre todo, se niegan a seguir con el papel que se les obliga a interpretar. Según esta descripción tan escueta mi madre era una bruja. Sí, era, ardió en la hoguera cuando yo era pequeña. Aun así, me acuerdo lo suficiente de ella como para afirmar que no era una bruja.
Mi madre era lista, muy lista, amaba aprender y era capaz de curar enfermedades con sus remedios de plantas, pero eso no era magia u obra de algún pacto con el Diablo. Tampoco soportaba que le dijeran lo que podía o no hacer, como criarme estando soltera. Todo el mundo hablaba mal de ella y a pesar de ello, siempre estuvo ahí para ayudar a quien lo necesitara. Mi madre no era malvada, así que no podía ser una bruja. A sus asesinos este argumento no les sirvió, me la arrebataron sin ningún tipo de compasión y probablemente me hubiesen quemado con ella si no llega a ser por Agnes.
Agnes era vieja, tenía la cara llena de arrugas, el pelo canoso y una nariz demasiado grande. Agnes parecía una bruja, una de esas que aparecen en los cuentos que se usaban para asustar a los niños, pero ella tampoco era una bruja. Solía cuidarme cuando mi madre tenía que dejarme sola y tras su muerte se ocupó por completo de mí. Nunca me dijo por qué lo hizo.
—Tú no tienes la culpa de que tu madre fuera así—me respondía cada vez que le preguntaba—, solo asegúrate de demostrarme que no eres como ella.
Y así fue, yo jamás podría ser como mi madre, de eso estaba segura.
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Agnes odiaba verme leer u oírme hablar sobre lo que había aprendido. Decía que el conocimiento era peligroso, que eso era lo que había matado a mi madre. El conocimiento, no la gente. Por eso escondía los pocos libros que poseía bajo los tablones de madera de mi cuarto. La mayoría eran diarios en los que mi madre plasmó todo lo que sabía, pero cuando terminé de memorizar sus palabras empecé a necesitar más, una tarea nada sencilla porque la clase de libros que mi alma ansiaba no estaban a mi alcance. No obstante, tuve la suerte de hacerme con alguno.
El sonido de la puerta abriéndose hizo que me sobresaltara, pero con un rápido reflejo conseguí esconder el libro antes de que Agnes lo viera. El único momento que tenía para adentrarme en sus páginas era cuando me dejaba sola.
—Niña, ¿sabes a dónde iba? —me preguntó muy confundida.
Agnes había comenzado a experimentar pérdidas de memoria hacía ya un par de meses y a medida que pasaba el tiempo no paraba de empeorar. Pronto tendría que hacerme cargo de ella.
—Al mercado—respondí.
—Sí, es verdad—fingió que se acordaba—. Acompáñame, que apenas sales de casa y así no vas a encontrar marido. No quiero que te quedes para vestir santos, niña.
No repliqué. La primera y última vez que le dije que no necesitaba un marido me abofeteó. Recuerdo a la perfección todo lo que me dijo después, que debía casarme para no acabar como mi madre. Las mujeres solteras tenían más posibilidades de ser acusadas de brujería, así que si quería evitar sufrir su mismo destino debía encontrar a un hombre que estuviera dispuesto a casarse conmigo para que bajo la tapadera de buena esposa, pudiera seguir alimentando mi hambre de conocimiento.
—Ya lo verás, presiento que hoy todo será diferente—comentó agarrándose a mí para caminar mejor.
No sabría decir cómo Agnes pudo adivinarlo, pero esa mañana sí que era diferente. Me estaban mirando, podía notarlo sin hacer contacto visual. No era la primera vez que nos sentíamos observadas, era un pueblo pequeño y allí todo el mundo me conocía como la hija de la bruja que debería haber ardido con ella y a Agnes como a la mujer que la acogió por compasión. Sin embargo, esa vez había algo distinto en sus miradas. La mayoría de los hombres del mercado—y alguna mujer, aunque estas jamás fueran a reconocerlo—me miraban con fascinación. Casi parecía que era la primera vez que me veían.
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No era una bruja
ParanormalLas brujas existen, pero mi madre no lo era. Aun así, la hicieron arder. Relato no seleccionado para una antología con temática de brujas. Historia registrada, cualquier copia o adaptación será denunciada.