bailemos (otro más)

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—¿Qué tendrán los casamientos, no?

Julián abandona su lugar, apoyado en el hombro de Enzo, y levanta la cabeza para mirarlo.

—¿Por?

La sonrisa de Enzo es canchera, sobrada, brillante. De las que más le gustan a Julián.

—Y, no sé —le responde el menor—. Siempre terminamos así.

Así: la mano derecha de Enzo entrelazada con la izquierda de Julián, su propia mano izquierda descansando suavemente en la cintura del cordobés mientras se mueven despacio, sin apuro, al compás de la música en la pista. Hay una banda en vivo, y desde el pequeño escenario comparten una melodía suave, instrumental, para pasar el tiempo mientras que algunos terminan de comer el postre, los flamantes novios se preparan para que empiece la fiesta propiamente dicha, y las señoras más avanzadas en edad aprovechan para pararse al margen del salón y comentar sobre los vestidos de las invitadas.

Enzo y Julián aprovechan para estar juntos un ratito más.

Julián no sabe exactamente qué es lo que hay, qué es lo que tiene este tipo de fiesta; si será la música, la comida, el ambiente general de jolgorio y celebración. El hecho de que transcurre en un país ajeno al suyo, en una cultura que es prestada. No sabe qué tienen, porque aunque el casamiento de un integrante de la Selección signifique la reunión de la mayoría de ellos, hay algo diferente que volverse a ver en el predio de la AFA para hacer una de sus infames joditas o encontrarse por algún cumpleaños.

No; los casamientos tienen algo especial. Si Julián se atreviese a ser un poco más romántico, diría que es por todo el amor que los rodea, porque es un momento de festejo y de brindar por la felicidad de quienes se encontraron y decidieron prometerse quedarse para siempre. O hasta que la muerte los separe.

Pero Julián nunca se consideró tan romántico, y no le preocupa particularmente resolver esta cuestión, así que elige guardarse la pregunta y disfrutar de la mística que lo envuelve, que los envuelve: que hace que la postura de Enzo sea un poquito más relajada, que su sonrisa sea más ancha, que sus manos sean más traviesas y depositen toques pícaros a escondidas de los demás. Hay algo del ambiente que lo envuelve en libertad, y a Julián le encanta.

—Es verdad —dice Juli, sonriendo cuando Enzo lo hace girar—. Siempre terminamos así.

Así: el nudo de la corbata de Enzo un semblante de lo que alguna vez fue, los dos primeros botones de su camisa libres de su prisión. Sus labios rosados y con gusto al daikiri de frutilla que había estado tomando antes, objeto de cargadas de sus compañeros (aunque Julián vio a Emiliano pedirse un Sex on the Beach, pero quién es él para juzgar) y del deleite de su novio cada vez que le roba un beso.

Así, entrelazados, enamorados. Ajenos al mundo, viviendo en su universo de a dos.

Y no es que en su día a día sean totalmente diferentes: disfrutan tanto de su cotidianeidad como de estas escapadas fugaces. Hay algo en el día a día —en compartir unos mates apenas se levantan, en acompañarse en sus respectivas obligaciones, en volver a su hogar compartido y ser lo último que ve la otra persona antes de irse a dormir, para hacerlo todo de nuevo al día siguiente— que los reconforta, que les da una base sólida. Y no falta el cariño: el beso de los buenos días, buenos mediodías, buena mediatarde (a veces Enzo se queda sin excusas y tiene que improvisar), y los abrazos eternos, los toques sin intenciones, ahí sólo para sentirse cerca. Las cosquillas —que resultan en batallas campales, almohadas revoleadas, patadas en las costillas y besos para pedir perdón— y las chicanas, un puntapié inocente detrás de la rodilla cuando uno está distraído para hacerlo flaquear y arrancar en una puteada, una mano pícara desordenando el peinado que acababa de ser acomodado, la boca de Enzo mordiendo el dedo de Julián cada vez que éste lo apunta para decir algo.

un beso elásticoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora