Capítulo 3

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Cuando sonó el despertador hacía ya tiempo que miraba al techo desde mi cama. Me levanté un poco nerviosa. En otras circunstancias habría metido toda mi habitación en la maleta, pero apenas llevaba equipaje para un viaje sin fecha exacta de regreso.

Cuando puse un pie en la calle sentí vértigo, el mismo vértigo que sientes cuando corres en un sueño y sabes que dentro de poco te vas a caer. El aire frío de la mañana me golpeó en el rostro y la luz me molestó en los ojos. Hacía tiempo que no salía de mi cueva y me sentía extraña en el exterior. La calle estaba muy concurrida: numerosos peatones se cruzaban apresurados por la acera, los coches desfilaban como luces intermitentes, acuchillándome la cabeza a su paso como afilados relámpagos.

El aire poco a poco se iba haciendo más denso hasta que todo en mi interior se volvió agua: agua que encharcaba mis pulmones, que ralentizaba mis movimientos, que presionaba mis oídos y mi cabeza en la que manchas sin formas se cruzaban velozmente ante mí desorientándome. Prisa, todos llevaban prisa en aquel mar que luchaba por ahogarme. Todo el ruido se mezclaba en mi cabeza en la que un pitido agudo empezó a ensordecerme. Un sudor frío me humedecía las palmas de las manos las cuales me llevé a las sienes en las que pude sentir mi pulso. Pero de pronto el agua se evaporó. Todo se detuvo en el preciso instante en el que aquellos punzantes ojos azules se clavaron en mí entre la multitud. No había ya ruido exterior, tan solo era mi respiración ahogada la que retumbaba en mi cabeza, aquel muchacho de piel morena y mirada penetrante permanecía inmóvil en la distancia. Las personas se cruzaban borrosamente entre nosotros, pero él parecía haber encontrado en mí lo que andaba buscando. En aquel instante en el que el tiempo se detuvo, empecé a sentir un extraño escalofrío en la punta de mis dedos, aquella electricidad me recorrió la columna hasta morir en mi nuca susurrándome murmullos incomprensibles que me erizaron la piel. Nuestros ojos se correspondieron un largo rato, hasta que el claxon del coche del señor Ákerman me despertó de aquella hipnosis en la que sin darme cuenta había permanecido un buen rato. Cuando me giré para encontrarme por última vez con aquella mirada lobuna, el chico había desaparecido.

No pude sacarme a aquel muchacho de la cabeza en todo el viaje: su piel morena, el grosor de sus labios, la manera en la que apretaba nervioso la mandíbula, sus facciones perfiladas... Pero era aquella mirada hipnótica la que no lograba olvidar, aquellos gélidos ojos atravesados por un mechón de pelo negro, aquellos que parecían que me llamaban, que me gritaban, que me advertían.

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