Capítulo Único

156 11 13
                                    

Cilantro, tomate, ají.

Bajo su mano entrenada por la experiencia, los ingredientes pasaban rápidamente por el cuchillo, formando una sintonía de olores que le hacía lagrimear al compás del filo. A esa hora de la tarde, cuando la última luz del sol se deslizaba por la ventana, la cocina parecía brillar con destellos dorados; y en la vieja radio que les había regalado su mamá, Pablo Alborán cantaba baladas de amor. Era viernes, y aunque la noche ya amenazaba con cubrir el firmamento, la temperatura todavía no bajaba de los treinta grados.

Manuel rebuscó a tientas en el canasto debajo de la mesa en la que estaba trabajando, y luego con sus ojos, cuando no pudo hallar lo que debería estar ahí. Su mirada se deslizó veloz por la cocina, indagando con esmero encima del fregadero, donde a veces dejaban las cosas recién traídas en espera de ser lavadas; en el pomo de la puerta, donde solían colgar las bolsas de las compras; en el dintel de la ventana que hacía tanto de asiento como de mesón extra; y hasta sobre el refrigerador, desde donde sus plantas le saludaron relucientes. Finalmente, se dio por vencido.

"¡Pancho!" Llamó por sobre el sonido de la música, atrayendo los pasos del moreno hasta el umbral.

"¿Mande?" Preguntó, apoyándose en el mesón, y aprovechando la ocasión para robar un puñado de las papas fritas que Manuel había puesto en un bol.

"No encuentro las cebollas. ¿Dónde las fondeaste?"

Francisco pareció palidecer brevemente. "Las cebollas," repitió tapándose la boca con una mezcla entre vergüenza y risa. Por supuesto, lo que Manuel más le había recalcado de la lista de compras para la feria, el ingrediente que les hacía falta para terminar el picoteo para esa noche. "Se me olvidó comprarlas," admitió, aprovechando de tragar lo que tenía en la boca.

Manuel detuvo lo que estaba haciendo solo para darse la vuelta y enfrentarlo, con las manos apoyadas en sus caderas; justo sobre el delantal que Francisco le había comprado hace unos meses, aburrido de lavar manchas de vinagre de sus pantalones cada que preparaba pebre. "¡Pero Francisco!" Exclamó indignado, "justo lo que más te pedí que no te olvidaras."

"Lo sé, lo sé. Pero te traje de las uvas que te gustan, y todo lo demás de la lista," se defendió.

"Pa que más po, seguro voy a hacer el pebre con uvas." Rezongó Manuel, aunque en el fondo de su corazón no podía esperar a zamparse el bol que esperaba por él dentro del refrigerador.

"No sea malito, Manu, no se enoje," suplicó Francisco, poniendo pucherito.

Una acción que la mayoría de las veces lograba convencer al corazón del chileno de dar su brazo a torcer y abandonar cualquier discusión. Pero esta vez no se lo dejaría pasar tan fácilmente. Después de todo, llevaba toda la semana pensando en el picoteo de esa noche; y su boca estaba ansiosa por sentir el delicioso ardor del pebre que le había enseñado a hacer su abuelita. Si Francisco quería zafarse de esa, debía ponerle mucho más empeño.

Manuel cruzó los brazos, en espera; y Francisco se sobajeó la nuca con nerviosismo.

"Es que me distraje cuando llegué con el casero de las cebollas," se excusó. "Manu, no tienes idea de la preciosura que había ahí en su puesto."

Manuel alzó la ceja, desconfiado. Si Francisco pensaba que contarle sobre sus amoríos de feria iba a servir para apaciguarlo en lo más mínimo, debía de estar loco. Dándose la vuelta, empezó a colocar los ingredientes ya cortados del pebre en un recipiente para dejarlos macerar en ají y vinagre en lo que duraba el asesinato de su pololo.

"¿Ah, sí?" Cuestionó, invitándolo a continuar, si es que se sentía lo suficientemente valiente. En su mano, ayudándolo a levantar el tomate y el ají de la tabla de cortar, el cuchillo resplandecía ansioso por saber qué diría después.

Tiempo en las BastillasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora