Friendzone

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Liany y Rubén competían por ver quién pestañeaba primero en el jardín de un supermercado. Ante el primer indicio de risa, Rubén intentó darle un beso a Liany, pero ella se resistió. Entonces la estrujó. Las hormonas agitadas en el cuerpo precoz de Liany inquietaban a Rubén, quien desde hace tiempo comenzaba a verla como más que a una amiga.

Rubén era particularmente bueno (en casi todo lo demás era mediocre, como muchos adolescentes con privilegios de clase) en la imitación de sonidos animales. Entre su amplio repertorio, el que mejor interpretaba era el bramido de buey. Eso hacía reír a Liany hasta la carcajada, motivo por el que disfrutaba de su compañía. Además, presumía una notable resistencia a los golpes debido a su amplia masa muscular oculta bajo unos kilitos de grasa, lo que para Liany era un delicioso costal donde podía descargar esa fuerza incontenible que salía de su espigada figura. Rubén lo aguantaba, pues fantaseaba con la posibilidad de comprobar los rumores de los experimentados dotes de ella en el arte de dar placer.

Para distender ese erotismo, Liany se levantó y se dispuso a jugar. Por mera travesura y goce de lo prohibido, los dos jóvenes saltaron la barda de una escuela primaria y se persiguieron por el césped del campo de fútbol. En medio del campo desolado, ella se colgó de su cuello y le propuso el juego de la asfixia. Él accedió a todo. Se llevó las manos detrás del cuello, se puso en cuclillas e inhaló hondamente diez veces. Al reincorporarse, Liany se colocó rápido detrás de él, lo abrazó y consiguió levantarlo durante algunos segundos a pesar de su tonelaje. Un hormigueo que iniciaba en la frente de Rubén se expandió rápidamente por todo su cuerpo y poco a poco su sonrisa se desdibujó. Al soltarlo, Rubén se desvaneció y cayó al suelo. Su cabeza golpeó con una roca en el parietal izquierdo y ahí empezó el ensueño.

Rubén entró en coma por un traumatismo craneoencefálico. Fue internado en la clínica Mérida, donde permaneció conectado a un respirador. Sus amigos y familiares le visitaron todos los días en su habitación para echarle porras, a pesar de la nula respuesta de su organismo.

Durante esa suspensión, su subconsciente proyectó todo tipo de situaciones oníricas. Entre ellas, el timbre de un instrumento musical metálico indujo a Rubén en un viaje liviano a través de la luz, donde los sonidos se volvieron colores y viceversa, hasta convertirse en un espectro amplio de patrones y formas, cuya abstracción lo condujo, junto a una sensación de ligereza y bienestar, por escenarios increíbles que su conciencia percibía genuinamente como manifestación del amor más puro.

A las tres semanas, Rubén salió del estado de coma. Cuando despertó, la única que permanecía ahí junto a la cama, además de sus padres, era Liany. Durante su recuperación, ella se mantuvo cerca. No obstante, su semblante cambió. Ya no tenía esa presencia picaresca. La culpa había marchitado su aspecto juvenil. Su rostro preocupado y los ojos llorosos la hacían lucir más adulta. Rubén sintió entonces los puntos de sutura en su cabeza. ¿Qué más había cambiado a raíz de esa caída?

Mientras él exploraba un naciente gusto por la música, Liany hizo torpemente todo lo posible por hacerle sentir bien y pasar tiempo a su lado, sin correr riesgos.

—Agradezco tu disposición, pero no lo hagas por lástima —le dijo a Liany tomándole de la mano.

Rubén no tenía resentimientos ni percibía deseos de venganza. En cambio, nuevas emociones latían en él. Disfrutaba escuchando música jazz y particularmente el sonido del saxofón. Se había desapegado de las fiestas y sus amigos, decidido a dominar ese instrumento, pues desde la conmoción, Rubén confiaba en que las vibraciones de la música curaron sus células neuronales.

Por su parte, Liany se ganó a pulso nuevamente la confianza de los papás de Rubén, quienes le confiaron el acompañamiento vespertino de su hijo. En uno de sus paseos por el parque de las Américas, Rubén le habló con pasión sobre la teoría de la frecuencia Goebbels, sobre cómo presuntamente los nazis alteraron la armonía natural del cuerpo humano con el cosmos legitimando la desafinación de una nota musical. Durante toda la exposición, ella permaneció indiferente. Para entrar en sintonía, trató de descubrir con él nuevos sonidos animales, pero de eso solo quedaba ya una simple nostalgia.

Al llegar a casa, Liany trató de compensar su error con sexo. Rubén se lo concedió solo por esa vez. Después no tuvo ni que insistir. Ella sola se alejó, poco a poco, con su conciencia tranquila, al ritmo sincopado de una melodía de saxofón limpia y clara que Rubén ejecutaba cada noche desde su ventana.  

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