Noches en vela

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Cuando San Juan se paró en el centro de Puebla, frente a la iglesia que por muchos años dirigió el fraile Fray Godofredo, sintió inquietud. Durante su infancia, la iglesia había sido su lugar seguro al lado de uno de sus pocos amigos, el gordo español. En años más viejos, Nando se había encargado de hacerle una reputación a diestra y siniestra que le causó el rechazo de todos los niños de su edad, sin nadie con quien jugar o al menos hablar, siempre recurría al fraile; las figuras religiosas  y el amable hombre le hacían sentir protegido.

Aunque claro, después de haber interactuado tantas veces con criaturas del otro mundo y hasta con los verdaderos dioses que regían aquellas tierras de la Nueva España, naturalmente su devoción cayó.

Si debía ser sincero, nunca creyó realmente, pero su pequeña mente de niño necesitaba algo a lo qué aferrarse, y en esos tiempos donde su peor miedo era la Nahuala, le resultó fácil esconderse detrás de un religión traída desde el otro lado del mar.

Un viento frío le agitó las ropas, dejándolo temblar en la helada mañana donde ni siquiera el sol quería hacer acto de presencia, por un momento se preguntó que pasaría si trataba de entrar a la iglesia, ¿acaso lo vivido le haría envolverse en llamas y arder dentro de la casa del señor?, no lo sabía, una voz en el fondo de su mente casi le gritó que lo intentara, pero sabía que si se acercaba terminaría llamando la atención de Fray Godofredo, y no quería dar explicaciones.

El palacio municipal se encontraba al otro lado del zócalo, hogar de la familia del gobernador, Leo recuerda como hubo un tiempo donde pensó unirse a los rebeldes, sigue lamentando la muerte de Mandujano, sólo un poco, su enorme parecido al Charro Negro aún le da escalofríos, sea como fuera, en el fondo de su corazón aún espera que los rebeldes ganen, aún con todo en contra.

No sabe por qué se pone a pensar en esas cosas, cuando era niño no tenía tiempo de preocuparse demasiado por ello, más enfocado en tratar de que las leyendas no lo maten, o que soldados lo maten, o que un demonio lo mate, o que él solo casi se mate...

Bueno, Leo entendía su punto.

Nunca tuvo la oportunidad de ser un niño normal, huérfano desde la tierna infancia, acosado por su hermano y sus amigos, privado de la educación debido a sus viajes y a las guerrillas que azotaban el país, el extremo contacto con el mundo de los muertos lo dejó sumamente cansado a sus 19 años, sintiéndose haber vivido toda un vida aunque haya nacido ayer.

—No es común que los jóvenes estén a estas horas fuera de sus casas, a menos que sean vándalos, ¿eres un vándalo?— Una voz detrás de Leo lo asustó, casi cayéndose al girar demasiado rápido, un anciano le sonrió amablemente, portando un viejo chal polvoriento.

—No soy ningún delincuente— el muchacho respondió con cautela, un flashback le vino a la mente y por un segundo pensó si era buena idea arriesgarse y golpear al "anciano" con un palo.—tampoco es normal que un adulto mayor esté deambulando solo, es peligroso para usted— exclamó el chico, casi deseó escuchar detrás del hombre aquella risa siniestra y las sombras que le seguían, para comprobar que no se estaba volviendo loco, pero el viejo sólo se rio con la poca fuerza de sus atrofiados pulmones.

—Muchacho, he vivido aquí mucho tiempo, no me queda nada que pueda dar, a excepción de mi vida, pero esa ya está más gastada que mis huesos— volvió a reír.— pero a ti, a ti te queda mucho por delante, ¿Qué haces aquí?— 

—Yo no... no s— Leo realmente quería decir que no tenía idea, que sólo fue impulso y no tenía nada que ver con sus tontas pesadillas, quería que el hombre lo dejara en paz y siguiera su camino, pero entonces se quedó mudo.

 Todo el vello de su cuerpo se erizó y sus manos temblaron, las nubes grises que juraba no haber estado ahí cubrieron todo rastro de la luz de la luna. Su corazón casi se le sale del pecho, cuando por el rabillo del ojo, al otro lado del río que cruzaba detrás del palacio municipal... había una mujer.

Largos cabellos negros que se perdían entre la hierba, con vestido blanco largo y desgastado. Ella no lo miró, no hizo ningún sonido, sus párpados cubrían los ojos que Leo se había grabado en el alma a sus 12 años.

—Váyase— susurró con la voz tensa, el hombre lo miró confundido. Pero Leo estaba demasiado lejos como para recordar cualquier cortesía.— Váyase a su casa, no vuelva a salir de noche— Leo casi se negó a parpadear, hasta que el viejo miró en la misma dirección, luciendo confundido.

—¿Qué estás mirando?, ¿La estatua?— inquirió con curiosidad, Leo lo miró perplejo, antes de regresar su vista a la mujer, no se había movido, y viéndola bien, su rostro era de concreto, sus cabellos igual, una estatua demasiado realista para el bien de la cordura de San Juan.— La pusieron este día de muertos, supongo que se olvidaron de quitarla, con todo eso de los preparativos para diciembre, no es de sorprender, da muy mala espina, ¿no?— miró al chico, quien se rio de forma nerviosa.

—Je, sí, bastante— exclamó con sudor frío, el insomnio le estaba haciendo estragos, en todo caso, si una leyenda estuviera rondando Puebla, esa sería la Nahuala, y sus amigos le avisarían de inmediato, cualquiera la notaría de regreso en la casona.

Suspirando, dejó que la tensión abandonara su cuerpo, disfrutando de la brisa fría que le refrescó el rostro.

—Vaya, el viento abrió la puerta de la iglesia— comentó el anciano, tratando de mantener el chal en su lugar—Ha sido agradable pasar tiempo contigo, jovencito, no muchos están dispuestos a hablar con un viejo aburrido— sonrió jovial, misma sonrisa que el moreno correspondió.

—No diga eso, señor, estoy seguro que las personas correctas estarán encantados de charlar con usted— el hombre volvió a reír.

—Buenas noches, Leo San Juan— la sonrisa del chico se borró al mismo tiempo que el hombre le dio la espalda, alejándose entre los callejones, Leo no encontró valor para seguirlo y preguntarle cómo sabía su nombre.

Se obligó así mismo a respirar profundo, Puebla era una ciudad pequeña, mucha gente visitaba la panadería, muchas personas conocieron a su abuela, tal vez ella cruzó palabra alguna vez con el hombre, tal vez el señor lo vio en alguna misa cuando era monaguillo. Había muchas opciones, y el Charro estando muerto no era una opción.

—La paranoia me va a matar— se quejó en voz alta, antes de que un alarido rompiera el silencio de la noche.

—¡AY, MIS HIJOS!—



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⏰ Última actualización: Jan 06 ⏰

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El regreso de las sombrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora