Desayuno en Tiffany's

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–No estoy seguro. Sesenta y pico.
–No está mal. Nunca me he acostado con un escritor. Aunque, espera,
¿conoces a Benny Shacklett? – Al verme decir que no con la cabeza, puso un
gesto ceñudo-. Qué raro. Ha escrito montones de cosas para la radio. Pero quel
rata. Dime, ¿eres un verdadero escritor?
–Depende de lo que entiendas por verdadero.
–Pues mira, ¿hay alguien que compre lo que escribes?
–Todavía no.
–Yo te ayudaré -dijo-. Puedo hacerlo, no creas. Imagina cuantísima gente
conozco que conoce a otra gente. Te ayudaré porque eres como mi hermano
Fred. Un poco más bajo, solamente. No he vuelto a verle desde que yo tenía
catorce años, que es cuando me fui de casa, y entonces ya medía más de metro
ochenta. Mis otros hermanos eran más de tu talla, enanos. Fue la mantequilla
de cacahuete lo que hizo que Fred creciera tanto. Todo el mundo pensaba que
era una chifladura eso de atiborrarse de mantequilla de cacahuete; las únicas
cosas que le gustaban eran los caballos y la mantequilla de cacahuete. Pero no
estaba chiflado, sólo que era tierno y despistado y muy lento; cuando me fui
estaba repitiendo octavo por tercera vez. Pobre Fred. Me gustaría saber si el
ejército escatima la mantequilla de cacahuete. Lo cual me recuerda una cosa:
estoy muriéndome de hambre.
Señalé una fuente con manzanas, y al mismo tiempo le pregunté los
motivos por los que se había ido tan joven de su casa. Me dirigió una mirada
inexpresiva, y se frotó la nariz, como si le picara: un ademán que, viéndolo
luego repetido muchas veces, acabé por interpretar como señal de que alguien
empezaba a meterse en donde no le llamaban. Como les ocurre a muchas
personas que demuestran una osada afición a proporcionarte informaciones
que no les has solicitado, se ponía en guardia ante cualquier cosa que se
pareciese remotamente a una pregunta directa, a un intento de hacerle precisar
cualquier detalle. Le dio un mordisco a una manzana, y me dijo:
–Dime algo que hayas escrito. Cuéntame el argumento.
–Ese es uno de los problemas. No son historias que se puedan contar de
viva voz.
–¿Por guarras?
–Quizá algún día te pase un relato para que lo leas.
–El whisky y las manzanas casan muy bien. Prepárame un trago, y luego
puedes leerme tú mismo una historia.
Son muy pocos los autores, especialmente entre los inéditos, capaces de resistirse a la invitación de leer su obra en voz alta. Preparé una copa para cada
uno y, sentándome en el otro sillón, comencé a leer, con la voz algo
temblorosa debido a una mezcla de miedo escénico y entusiasmo: era un
cuento nuevo, terminado el día anterior, y aún no había transcurrido el tiempo
suficiente para que surgiese la inevitable sensación de fracaso. Trataba de dos
mujeres, maestras, que comparten una casa, y una de ellas, cuando la otra se
promete en matrimonio, provoca por medio de notas anónimas un escándalo
que acabará impidiendo que se celebre la boda. Mientras iba leyendo, cada vez
que miraba de reojo a Holly se me encogía el corazón. Estaba como azogada.
Cogía de una en una las colillas del cenicero, se observaba abstraída las uñas,
como si lamentara no tener una lima a mano; y, lo que es peor, cuando me
parecía haber atrapado su interés, sus ojos estaban velados por una capa de
escarcha, como si en realidad estuviera preguntándose si comprar o no los
zapatos que había visto en algún escaparate.
–¿Esto es el final? – me preguntó, despertando. Trató vanamente de
encontrar algo más que decir-. Las tortilleras me caen bien, claro. No me
asustan en lo más mínimo.
Pero los cuentos de tortilleras me matan de aburrimiento. Soy incapaz de
meterme en su piel. Bueno, chico -dijo, porque yo estaba verdaderamente
desconcertado-, si no trata de un par de bolleras, ya me explicarás de qué
diablos va. Pero yo no estaba de humor para complicar la equivocación que
suponía el haberle leído el cuento con el no menos embarazoso intento de
explicárselo. La misma vanidad que me había conducido a exponerme de
aquel modo, me obligó en ese momento a tacharla de petulante ser insensible,
por completo desprovisto de inteligencia.
–Por cierto -dijo-, ¿no conoces por casualidad alguna lesbiana que sea
buena chica? Estoy buscando una compañera de apartamento. Oye, no te rías.
Soy desorganizadísima, y no me llega para una asistenta; y, la verdad, las
tortilleras son unas amas de casa fantásticas, les encanta encargarse de todo,
no tienes que preocuparte jamás por las escobas ni por descongelar la nevera o
mandar la ropa a la lavandería. Como aquella compañera de habitación que
tuve en Hollywood, hacía westerns, la llamaban la Llanero Solitario; es mucho
mejor que tener a un hombre en casa. Claro, la gente pensaba que yo también
debía de ser un poco tortillera. Y lo soy, claro. Todo el mundo lo es, un poco.
¿Y qué? Ningún hombre se ha echado para atrás por eso hasta ahora; hasta
parece que les excita. La misma Llanero Solitario, sin ir más lejos, estuvo
casada dos veces. Las tortilleras sólo suelen casarse una vez, por la reputación.
Luego da mucho cachet que te llamen señora de tal o de cual. ¡No puede ser
verdad! – Miraba fijamente el despertador de la mesilla de noche-, ¡No pueden
ser las cuatro y media!
La ventana comenzaba a virar al azul. La brisa del amanecer agitaba lascortinas.
–¿Qué día es hoy?
–Jueves.
–Jueves. – Se levantó-. Dios mío -dijo, y volvió a sentarse, gimiendo-. Es
espantoso.
Yo me encontraba lo suficientemente cansado como para no sentir
curiosidad. Me tendí en la cama y cerré los ojos. Pero era irresistible:
–¿Qué tiene de espantoso que sea jueves?
–Nada. Sólo que nunca consigo acordarme de que ya está cerca. Verás, los
jueves tengo que tomar el de las ocho cuarenta y cinco. Son quisquillosísimos
con lo de las horas de visita, y si te plantas allí alrededor de las diez, te queda
sólo una hora hasta que mandan a comer a esos pobres. Imagínatelo, comen a
las once. También puedes ir a las dos, y yo lo preferiría, pero a él le gusta que
vaya por la mañana, dice que así aguanta mejor el resto del día. Tendré que
mantenerme despierta -dijo, pellizcándose las mejillas hasta hacer que
floreciesen las rosas-, no tengo tiempo de dormir, se me pondría cara de
tuberculosa, me desmoronaría como un edificio viejo, y no sería justo. No está
bien que una chica vaya a Sing Sing con la cara verde.
–Supongo que no.
La furia que sentía contra ella por lo de mi cuento comenzaba a menguar;
volvía a imantarme.
–Todas las visitas hacen lo posible por tener un buen aspecto, y es muy
emocionante, precioso, ver a las mujeres que se ponen lo mejor que tienen,
quiero decir que incluso las viejas y las que son muy pobres también hacen
todo cuanto está en su mano por ir bien vestidas y oler bien, y están adorables.
También me encantan los críos, sobre todo los negros.
Me refiero a los que llevan las esposas. Puede parecer triste eso de ver a
unos niños en un lugar así, pero no lo es, llevan cintas en el pelo y los zapatos
relucientes de betún, casi parece que vayan a celebrar algo: y a veces el
locutorio parece precisamente eso, una fiesta. En fin, que no es como en las
películas, nada de sombríos murmullos a través de una reja. No hay rejas, sólo
un mostrador que te separa de ellos, y dejan que las mujeres suban a los críos
encima, para que ellos puedan darles un abrazo. Si quieres besar a alguien,
basta con inclinarte hacia adelante. Lo que más me gusta es lo felices que son
cuando vuelven a verse, tienen tantísimas cosas guardadas de las que hablar,
no hay modo de aburrirse, se pasan el rato riendo y cogiéndose de las manos.
Después es diferente -dijo-. Las veo en el tren. Se quedan sentadas, en
silencio, viendo pasar el río. – Se estiró un mechón de pelo hasta metérselo enla boca, y empezó a mordisquearlo meditativamente-. No te dejo dormir.
Anda, duérmete.
–Sigue, me interesa.
–Ya lo sé. Por eso quiero que te duermas. Porque si sigo hablando te
contaré lo de Sally. Y no estoy segura de que eso sea juego limpio. – Masticó
silenciosamente su pelo-. Nunca me han dicho que no se lo cuente a nadie. No
lo han dicho explícitamente. Y es muy gracioso. Quizá tú podrías captarlo en
un cuento, cambiando los nombres y todo lo demás. Oye, Fred -dijo, mientras
cogía otra manzana-, tienes que hacer la señal de la cruz sobre el corazón, y
besarte el codo…
Es posible que los contorsionistas alcancen a besarse el codo; tuvo que
conformarse con una aproximación.
–Pues bien -dijo, con la boca llena de manzana-, quizá hayas leído algo
sobre él en la prensa. Se llama Sally Tomato, y habla un inglés peor que mi
yiddish; pero es un viejecito encantador, muy religioso. Parecería un fraile si
no tuviera los dientes de oro; dice que reza cada noche por mí. Jamás ha sido
amante mío, desde luego; por lo que se refiere a eso, le conocí cuando él ya
estaba en la cárcel. Pero ahora, con todo lo que me está costando ir a verle
cada jueves desde hace siete meses, le adoro, y creo que iría aunque no me
pagase. Esta es muy harinosa -dijo, y disparó el resto de la manzana por la
ventana-. Por cierto, sí conocía a Sally de vista. Venía al bar de Joe Bell, ese
que está a la vuelta de la esquina: no hablaba nunca con nadie, se quedaba en
pie, junto a la barra, como uno de esos hombres que viven en hoteles. Pero me
hace gracia recordarlo, pensar en cómo se fijaba en mí, porque tan pronto
como le encerraron (Joe Bell me enseñó su foto en el periódico. La Mano
Negra. La Mafia. Todo ese jaleo: pero le echaron cinco años) llegó el
telegrama del abogado. Decía que me pusiera inmediatamente en contacto con
él para proporcionarme una información que iba a resultarme muy provechosa.
–¿Pensaste que alguien te había dejado una herencia de un millón?
–Qué va. Creí que algún acreedor quería cobrar a la fuerza. Pero acepté el
riesgo y fui a ver a ese abogado (suponiendo que sea abogado, cosa que dudo,
pues no parece tener bufete, sólo un servicio de contestador automático, y
siempre me cita en el Hamburg Heaven: por eso está tan gordo, es capaz de
comerse diez hamburguesas y dos platos de entremeses y un pastel de limón
entero). Me preguntó si me gustaría alegrarle la vida a un viejo solitario, y al
mismo tiempo ganarme cien dólares a la semana. Yo le dije mire, guapo, se ha
confundido usted de Miss Golightly, no soy una enfermera de las que hacen
servicio completo, con numeritos y todo. Tampoco me impresionaron los
honorarios; se puede ganar lo mismo haciendo expediciones al tocador: todo
caballero que sea un poco chic te da cincuenta dólares para ir al lavabo, ysiempre pido además para el taxi, que son otros cincuenta. Pero entonces me
dijo que su cliente era Sally Tomato. Dijo que su viejo amigo Sally me había
admirado à la distance desde hacía mucho tiempo, y que si no sería una buena
obra ir a visitarle una vez a la semana. En fin, que no podía decir que no. Era
superromántico.
–No sé qué decir. Suena poco limpio.
–¿Crees que miento? – sonrió.
–En primer lugar, no permiten que cualquier persona vaya a visitar a un
preso.
–Cierto, no lo permiten. En realidad, han organizado no sé qué enredo para
hacerme pasar por su sobrina.
–¿Así de sencillo? ¿Te da cien dólares por charlar una hora con él?
–No me los da él. Me los da su abogado. Mr. O'Shaughnessy me pone un
giro en metálico en cuanto le paso la información meteorológica.
–Creo que puedes meterte en un lío de cuidado -dije, y apagué la
lamparita; ya no la necesitábamos, el amanecer se colaba en la habitación, y
las palomas hacían gárgaras en la escalera de incendios.
–¿De qué modo? – dijo ella muy en serio.
–Seguro que los libros de leyes tienen algo que decir sobre los
suplantadores de personalidad. Al fin y al cabo, no eres su sobrina. ¿Y qué es
eso del informe meteorológico?
Sofocó un bostezo con la palma de la mano.
–Pero si no tiene importancia. Sólo son recados que tengo que dejar en el
contestador automático, para que Mr. O'Shaughnessy compruebe que he ido.
Sally me dice lo que tengo que decir, cosas como, no sé, «hay un huracán en
Cuba», o «nieva en Palermo». No te preocupes, chico -dijo, acercándose a la
cama-, llevo mucho tiempo cuidando de mí misma.
La luz del amanecer parecía refractarse a través de ella: cuando me subía
las mantas hasta la barbilla, brillaba como una criatura transparente; después
se tendió a mi lado.
–¿Te importa? Sólo quiero descansar un momento. No digamos nada más.
Duérmete.
Fingí hacerlo, respiré pesada y regularmente. Las campanas de la vecina
torre de iglesia dieron la media y la hora. Eran las seis cuando apoyó su mano
en mi brazo, un tacto frágil que trataba de no despertarme.
–Pobre Fred -susurró, y parecía que estuviese hablando conmigo, pero noera así-. ¿Dónde estás Fred? Porque hace frío. Se nota la nieve en el aire.
Su mejilla se apoyó sobre mi hombro, un peso cálido y húmedo.
–¿Por qué lloras? Se enderezó disparada como un muelle; se quedó
sentada.
–Por Dios -dijo, yéndose hacia la ventana para salir a la escalera de
incendios-, si hay una cosa que detesto en el mundo son los fisgones.

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⏰ Última actualización: Jul 19, 2023 ⏰

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