Castillos Derrumbándose

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El peso de los grilletes era aterrador. El frío del metal quemaba mi piel.

El calabozo no era nada comparado a las habitaciones que yo solía ocupar. Era frío, las piedras de las paredes desprendían un olor fuerte a humedad. La puerta estaba cerrada, era de madera con un borde de metal, así que la única luz, pálida y helada, que se filtraba en el cuarto provenía de una pequeña rendija en la pared en donde estaba recostada. El único sonido eran los gritos de odio fuera del edificio. 

Un guardia entró y, tras él, el príncipe que tomaría mi lugar. Sentía odio hacia él, decepción y una profunda tristeza. El príncipe ordenó al guardia retirarse, y este obedeció, cerrando lapuerta tras él. El príncipe, con una camisa lisa debajo de una chamarra azul, pantalones y botas oscuras, se sentó en el banco de madera frente a mí.

-Sé por qué estás aquí - dije con voz ronca, hacía mucho que no la usaba-. No puedes ayudarme, no quieres conocerme.

El príncipe me dio una sonrisa triste.

-Puedo ayudarte. Antes fuiste una gran reina, puedes volver a serlo.

Reí con tristeza. 

-Personas que quería lo intentaron pero las rechazé y acabaron viendo cómo mi reino se terminaba, a lado de mis enemigos.

-Rhiannon...

-No, vete -lo corté-. Solo te decepcionaré, como hice con todos. 

Debió de haber visto la firmeza que tenía en mi rendición, porque suspiró y se levantó. Cuando estuvo frente a la puerta, hablé.

-Guardé demasiados rencores por demasiado tiempo. El poder subió a mi cabeza y no pude parar -dije mirando al suelo. Cuando levanté la mirada hacia el príncipe, él ya me estaba viendo-. No quería que me odiaran. No cometas mis mismos rerrores o acabarás igual que yo -los grilletes tintinearon cuando me señalé completa.

-Yo no te odio -dijo él con sinceridad.

-No tardarás.

El príncipe salió de la celda y me dejó sola, contra la marea de odio fuera de ella. Los gritos que se escuchaban tenían un mensaje claro: ¡Muera la reina traidora, la reina Rhiannon!

Me recordaron al día en el que llegué aquí.

Los gritos eran iguales, la diferencia era que yo estaba parada en un blacón, frente a una multitud enfurecida, con una corona reluciente sobre mi cabello bien peinado y un vestido de seda en lugar de los harapos que ahora llevaba. Lo único en lo que se parecía este momento a aquel era que estaba igual de encerrada: soldados enemigos me tenían aprisionada, y mi pueblo gritaba para que yo desapareciera. 

Antes tenían su fe en mí, confiaban en lo que sea que les dijera, solían aplaudir cuando veían mi rostro. Sin embargo, empujé al extremo su fe y en ese momento, al borde del abismo, mi pueblo me veía como un monstruo, gritando lo mucho que me odiaban. 

-Nunca quise que me odiaran -sollozaba ahora, las cadenas aprisionando mi mente y corazón.

Cuando mis enemigos tomaron el control, me metieron aquí, a esta celda. Luego llegó el príncipe y su ejército, echaron al enemigo y ayudaron a mi gente, quienes inmediatamente lo amaron.

Pero yo me quedé aquí.

El príncipe, sin embargo, vino a visitarme y me ofreció ponerme en libertad. Yo me negué, sabía que mi pueblo, no, ya no era mi pueblo, se enfurecería. Pude ver que en él estaba lo que mi gente necesitaba, no quería que perdiera su favor.

-Solía tener un imperio en una era dorada -le dije al príncipe el primer día-. Yo estaba en lo alto, era magnífica, era la esperanza para una gran dinastía.

-¿Y ahora? -preguntó el príncipe con compasión, lo cual detesté.

-Ahora siento a mi castillo derrumbándose, veo a mis puentes quemándose hasta los cimientos y el humo negro saliendo de mis barcos en el puerto. Ahora estoy aquí, encerrada tras puertas de arrepentimiento, cayendo como aquellas promesas que nunca cumplí.

Y así seguía ahora, con castillos derrumbados y sola, tras una prisión de remordimiento. Perdida. 

-Caída en desgracia -volví a susurrar sacando una cuchilla que tenía escondida entre los pliegues de la túnica, dirigiéndola a mi garganta.

-Nunca quise que me odiaran -repetí, clavando la cuchilla profundamente.



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