Todas frases que me venían a la mente comenzaban con un no.
No tenía hambre.
No había ropa limpia.
No, no quiero levantarme de la cama.
No, el gato no ha regresado desde hace días.
Y no, no planeo responder el teléfono, no hoy.
El vacío se instaló en mi pecho de pronto; como un ladrillo que siempre tenia al límite el depósito de lágrimas a mi disposición.
La pregunta llegó de pronto, en voz de la familiar compañía de los pensamientos en mi cabeza. ¿Qué estoy haciendo aquí?
Cuando no pude responder a esa pregunta me entristecí, tenía ya más de veinte años y de pronto mi corta existencia me pareció larga y mis logros me supieron amargos en su simpleza. Tenia apenas 20 años pero la vida se oscureció. Sin embargo, no le tomé importancia, continué con mis tareas y dejé que el día se terminara.
Cuando llegó la noche recé para que el sol saliera, pero la luna alargó su dominio una eternidad, pasaron unos cuantos siglos y ella también me abandonó, dando paso a una triste cortina de nubes oscuras que ennegreció aún más mi corazón. Rodé en la amplitud de mi cama una docena de veces y me apreté el pecho para contener las lágrimas una decena más. Cerca del alba el cielo al fin se apiadó de mi y lloró conmigo.
Al día siguiente decidí que no importaba si no había dormido en absoluto o si el sol abrazador se sentía solo tibio en mi cabeza, la vida nunca se detenía y yo no tenia porque parar.
No quise, pero, los latidos de mi corazón se ralentizaban; como un reloj que se queda sin batería y lucha por pasar el segundero al doce, así, la vida se detenía un poco cada día, aunque luchara, aunque nadara contra corriente.
Mis amigos me parecía lejanos, mi familia me parecía asfixiante y al aire a mi alrededor me sofocaba a cada paso. Por meses, cada vez que me levantaba de la cama el alma me pesaba más.
Entonces me dejé llevar.
Con esto, respirar se volvió menos difícil. ¿Por qué? Porque acorté al máximo el tiempo en que tenía que estar consciente.
Dormí.
Dormí en mi cumpleaños y en la celebración de año nuevo. Dormí en mi graduación y en todos los momentos felices de mi vida porque ya no tenia espacio para alegrarme, porque si me permitía sentir algo el dolor se sobreponía. Aún así, hice todo lo que se esperaba de mi, sonreí en las fotografías y conseguí un trabajo. Me subí al pequeño y resquebrajado barco que era lo que quedaba de mi felicidad y dejé que la corriente me arrastrara.
Hasta que el agua empezó a hundirnos de nuevo y tuve que bajarme en una orilla.
Pasé algunos meses más secándome en la arena, únicamente existiendo. Dejé que mis pensamientos consumieran mi mente hasta que solo hubo vacío y pude ver más allá de mi nariz.
No había más arena entre mis dedos porque las voces en mi cabeza se habían callado y tampoco existía el mar embravecido que me hizo naufragar, el agua siquiera me llegaba a las rodillas. El autor del castigo vivía conmigo, me susurraba al oído y me mantenía con la cabeza gacha, porque no podía alejarme, porque era yo.
No diré que me siento feliz, porque deshacerse de un parásito que vivió contigo por años no es fácil. Todavía me persigue y amenaza lo que he construido porque me conoce mejor que nadie. Todavía me entristece darme cuenta de todas las cosas que me perdí, todo lo que protagonicé y que decidí ver a través de una ventana.
El tiempo es efímero y si lo tratas en el pasado no sirve más que para recordar.
Vive aunque duela, porque no podemos confiar en el mañana.
Así que si volvemos al principio...
No, no voy a darme por vencido.