Prefacio

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Su madre solía decir que la vida era una cosa inusualmente caprichosa, y que en el momento en el que creías entenderla, ella venía a ponerte todo de cabeza por haberte atrevido a darla por sentada.

Claro que lo que ella nunca imaginó cuando su madre hablaba de eso, era que el momento en el que la vida decidiría ponerse de cabeza sería un cuatro de julio a las ocho de la noche en la pequeña cafetería en la que se encontraba trabajando.

Y menos aún que sería cuando, tras levantar la mirada luego de haber contado docenas de monedas gracias a su último cliente, que en un intento por no matarla con el cambio, escogió pagarle de esa forma, se encontraría la figura de Rodrigo Kutscher entrando por la puerta grande como si hubiera ido a aquel lugar ciento de veces.

Cosa que no había hecho.

Aquí hay dos cosas que debían saber sobre Rodrigo Kutscher antes de continuar, la primera, ambos habían sido mejores amigos, quizás más que eso, los había unido un lazo tan profundo que ella pensó que jamás podría romperse. La segunda, sus últimas palabras hace un año, cuatro meses y nueve días, habían sido que la odiaba.

No lo había visto desde entonces, aunque no ver a alguien no significa que no escuchara de él, y lo fantástica que había sido su vida desde que ella ya no formaba parte de ella. No es que no le hubiera dolido, por supuesto que lo había hecho, pero con el tiempo había formado una carcasa a su alrededor y un muro en su interior que le impidiera, incluido a ella, llegar a ese dolor.

Lo que no puedes ver, no puedes sentir. Eso es lo que se decía.

Ella lo sabía, en lo profundo, que no estaba por accidente en aquella cafetería. Él ni siquiera era de esa ciudad, ella se había asegurado de que no solo fuera una distancia emocional la que los separara.

También estaba el hecho de que en el momento en el que entró en la pequeña cafetería inundada de estudiantes con las cabezas metidas en sus libros, sus ojos empezaron a escanear el lugar, buscando a alguien. Y cuando se detuvieron en Keely, parada detrás del mostrador, con el cabello desarreglado ya que había cumplido nueve horas de turno, con una mancha de café en la remera blanca -producto de un estudiante demasiado ocupado para levantar la vista de lo que estaba haciendo mientras caminaba- y con unas ojeras que exigían un descanso; supo, sin lugar a dudas, de que ella era la razón por la que estaba allí.

Había pensado muchas veces en el momento en el que ambos se reencontrarían, quizás porque una parte de ella siempre supo que tarde o temprano se volverían a ver, tenían demasidos hilos que los conectaban el uno al otro. Siempre había pensado que llegaría un punto en el que uno decidiría hablar, preguntar, entender el por qué el otro se fue, el por qué de la distancia, del odio.

Pero de todas las cosas que se imaginó que Dylan Kutscher le diría luego de recorrer la distancia que los separaba, ignorando alguna que otra mirada curiosa que lo observaba preguntándose quién era, ya que todos allí se conocían. Luego de colocar ambas manos en el mostrador, inclinandose para que nadie más pudiera escuchar lo que le decía, y mirándola fijametne a los ojos sin el menor indicio de una sonrisa, sería lo que diría.

-Veronica nos necesita.

En esos momentos, Keely Gonzalez, de veintidos años de edad, supo que su noche recién estaba por comenzar, y que su vida, o lo que quedaba de ella, estaba por cambiar por completo.

Solo que en esos momentos no sabía cuanto.

Esa es la cosa con la vida, eso solía decirle su madre, nunca hay que darla por sentada.

Maldito ser caprichoso.

Las cosas que nunca nos dijimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora