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La guerra había terminado y su pueblo había perdido. El ejército invasor cubrió sus tierras en una demostración de completo dominio. Todos se inclinaron ante ellos con la esperanza de ser perdonados. No podían luchar, no había más batalla que ganar.

En los albores de todas las cosas, Jeon Jungkook, el conquistador, el gran señor de la guerra, derramó la sangre de miles de personas para tomar todos los territorios.

En una época donde el acero decidía el destino de los hombres y los reinos se alzaban y caían al ritmo de sus conquistas, uno por uno, los cabezas de manada le mostraron sus vientres.

El alfa, un joven guerrero de ambición insaciable y crueldad sin igual, emergió de las tierras olvidadas del norte. Con una espada forjada en las mismísimas entrañas de la oscuridad y un corazón más frío que el acero que la componía, Jungkook inició su ascenso hacia la inmortalidad. No buscaba gloria, tampoco honor; su única sed era la del poder absoluto. Un poder que le permitiría doblegar la voluntad de reyes, alfas, soldados, desvanecer reinos bajo su yugo y escribir su nombre con la sangre de aquellos que osaban desafiarlo.

En su marcha imparable, sus pasos lo llevaron a Daegu, un pueblo que yace en el umbral de un invierno eterno, donde la primavera debía bailar con el renacer de la tierra, se encontraba con un manto de nieve que cubría la esperanza como un sudario. El frío muerde los huesos y congela los sueños de los inocentes, como si la misma naturaleza se retorciera de horror en anticipación a la llegada del alfa.

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Fue el celo lo que lo salvó.

O tal vez lo maldijo.

Mientras el templo era asaltado, sus altares sagrados destruidos, sus sacerdotes asesinados mientras huían, Yoongi había sido encerrado en una pequeña celda en las profundidades del edificio, sudando solo durante su primer celo con sólo oraciones y baños de hielo regulares para calmar su cuerpo ardiente.

Era por su propio bien, le había dicho Sunmi. Como único omega en el templo, Yoongi debía ser encerrado durante su tiempo maldito para salvar a los demás sacerdotes de la tentación.

Eso había sido hace dos días, cuando Sumni cerró la celda de Yoongi y le quitó la llave, nadie podía creer que los jinetes del Norte estaban cerca de ellos. Creían fielmente que Dios nunca permitiría que sus hijos sufrieran daño, y que los soldados del alfa de la manada mantendrían resguardada fielmente la frontera.

Pero al parecer fallaron.

Cuando los sonidos de la invasión finalmente se filtraron en las celdas y el el olor a humo comenzó a filtrarse por debajo de la puerta de madera, Yoongi no pudo hacer más que golpear su puerta con impotencia. Pero nadie vino a desbloquearlo. Entonces, jadeando, Yoongi cayó de rodillas con el crucifijo entre sus temblorosas manos, orando a Dios por misericordia.

—Si mi muerte y mi propio cuerpo te satisfacen, deléitate conmigo hasta que mis mejillas goteen sangre en vez lágrimas, pero no me abandones, te lo ruego.

Un fuerte crujido resonó en la habitación. Yoongi levantó la vista con el cuerpo paralizado, pero su boca seguía recitando la oración.

La figura en la entrada era enorme, imponente y cubierta de cicatrices. Alto, bronceado y vestido con una armadura de cuero. Sus ojos, negros, cómo dos esferas de ébano, reflejando la oscuridad de su alma perdida en la vorágine de la guerra. En una mano llevaba un hacha cubierta de astillas de la puerta destruida. Ensombrecido por las llamas y el humo detrás, a los ojos punzantes de Yoongi le pareció que el mismo Diablo había llegado en persona.

—Si así lo deseas, omega.

Yoongi soltó un jadeo y gateó hacia atrás hasta que su espalda se estrelló contra la pared de piedra. No había forma de confundir la aguda y aterradora sonrisa que crecía en el rostro del alfa, tal y cómo lo habían descrito, Jeon Jungkook, el conquistador, era absolutamente aterrador.

[ kookgi ]; peccatumDonde viven las historias. Descúbrelo ahora