Apenas recuerdo gran cosa del día en que llegué a la base. Había conseguido que mi tío no se percatara de mi infección durante años. Me había controlado y sentido como un animal enjaulado y encerrado en su propio ser cada día de mi vida. Sabía perfectamente qué era lo que latía bajo mi piel, buscando la forma de salir a flote, colérico, rabioso y herido. Sin embargo, también conocía el final que me esperaba si de verdad me convertía en lo que mi cuerpo deseaba de una forma tan irracional. Hasta que al final, un día no pude controlarlo más y entonces él se dio cuenta.
Sentía más miedo de mí misma y de lo que podía llegar a hacer que de ninguna otra cosa en el mundo. Aquel día estaba enfadada, me encerré en mi habitación y comencé a escuchar de nuevo en mi cabeza los gritos. Quise alejarlos cuanto pude, las lágrimas me escocían en los ojos y la rabia se estaba apoderando de mí. Me abracé con fuerza a mis rodillas como otras tantas veces había hecho y me dije que debía calmarme y que todo iría bien. Me lo repetí una y mil veces, pero no fue suficiente.
Los militares llegaron y derribaron la puerta de mi habitación. Iban preparados para reducirme y no sé qué esperaban encontrar porque yo era una simple adolescente asustada que lidiaba con algo que no quería, ni podía soportar por mucho más tiempo.
Tenía trece años cuando me dispararon un dardo cargado de sedante y al abrir los ojos de nuevo un tatuaje rectangular de color gris claro estaba grabado en mi mano. Me sentía ligeramente mareada y también mucho más tranquila de lo normal, pero mi corazón seguía latiendo. La vida me había regalado una segunda oportunidad y tuve claro que no la iba a desaprovechar.
El virus fue letal y millones de personas murieron. Se contagiaba por el aire e incluso las grandes ciudades quedaron devastadas en pocas semanas. La gente que lo padecía sufría espasmos, convulsiones y luego se volvían locos. Al final morían. Aun así, mientras lo sufrían no reconocían ni a su propia familia o amigos. Eran agresivos y la adrenalina les dotaba de una fuerza superior a la común, arrasaban con todo lo que aparecía en su campo de visión y solamente había una forma de detenerlos.
Para erradicarlos el gobierno destinó cantidades enormes de dinero a los científicos de todo el mundo. Finalmente, una unidad alemana dio con una toxina que acababa con los infectados. Morían a las pocas horas de respirarla. Así que, lanzaron bombas que explotaron en el cielo al igual que fuegos artificiales. Y de esa forma fue como la toxina se expandió entre todos nosotros sin que a nadie le importaron las consecuencias o las vidas que se perdían sin luchar por una cura no mortal. Querían una solución y no importaba el precio.
De esa forma, poco a poco, fueron localizándolos a todos, o casi todos, y murieron, pero no lo hizo el virus. Algunos sobrevivimos, superamos la enfermedad y nuestro sistema fue capaz de erradicarlo antes de que liberasen la toxina. No sin secuelas.
Recuerdo el día que mi padre se contagió, yo tenía tres años y escuché los pasos de mi madre corriendo. Me escondió en el sótano de nuestra casa y me pidió que no quitase el pestillo hasta que no hubiese silencio. Me dijo cuánto me quería abrazándome con lágrimas en los ojos. Era una despedida y así lo sentí yo. A continuación, desapareció escaleras arriba. Los gritos que sucedieron a continuación fueron una psicosis que no abandonaría mi cabeza nunca. Jamás podría dejar de escucharlos.
Pero obedecí, a pesar de que me aterrorizaba estar allí abajo, ya que sabía que mi madre solo me pediría aquello si de verdad era imprescindible y por eso, no abrí la puerta hasta que solo hubo silencio. Al hacerlo, me encontré con los cuerpos de mis padres, ambos manchados de sangre, y más adelante, años después, comprendí que mi padre había enloquecido y la mató con sus propias manos. Igualmente, cuando sucedió yo era una niña. Así que, me quedé allí con ellos, hasta que a los pocos días enfermé. Casi no tengo recuerdos de la enfermedad, debí desmayarme y pasar la mayor parte del tiempo inconsciente. Del mismo modo, nadie nunca supo que yo había padecido el virus porque para cuando pedí ayuda ya estaba bien. Y al final, acabé con la única familia que me quedaba. Mi tío.

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ETIQUETAS (Saga Mutados I)
Roman d'amourCharlotte solo ansiaba una cosa en la vida. Algo por lo que había luchado desde pequeña y que el virus le arrebató sin preguntar. Cada vez que su destino tomaba un nuevo rumbo, ella perdía un atisbo más de ese derecho. Libertad. Prácticamente nada d...