Escorpiones en la cama

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Un leve roce puntiagudo lo despertó, pero no se movió.
Abrió los ojos y se quedó en la cama; algo había tocado su pierna. Pensó que era parte de su sueño e intentó dormirse de nuevo. Un rato después tuvo la impresión de que un insecto le estaba caminando por la pantorrilla, por lo que se levantó con rapidez y examinó su cuerpo, sin ver nada.
Cansado, trató de relajarse y cerró los ojos, hasta que en otro momento de la noche, en su estómago, volvió a tener esa desagradable sensación. Se sentó y
encendió la lámpara que iluminó todo el cuarto. Despegó la sábana de su cuerpo y casi sobre su pecho lo vio con claridad: ¡un escorpión!
Desesperado y con un movimiento de su mano, de arriba hacia abajo, se sacó al artrópodo, que cayó al suelo y caminó deprisa a esconderse debajo de la cama. Entonces se calzó y salió de la habitación, decidido a investigar.
Acercándose unos metros observó el oscuro espacio en donde se había refugiado el insecto, pero no lo vio.
Con la inquietud de no poder dormir por temor a que vuelva subírsele, buscó algún insecticida en aerosol y roció debajo de la cama. Revisó las sábanas, las almohadas, todo el lugar; al no tener noticias del arácnido, pensó que había huido por el repelente y que seguro moriría. Volvió a acostarse.
Minutos más tarde, fue interrumpido por otro roce, pero esta vez sobre su oído; la piel se le erizó y movió la cabeza rápido, alejándose de la almohada. Corrió hasta la puerta y encendió la luz. Lo vio posado desafiante y con las pinzas hacia arriba, observando esta vez algo diferente: su tamaño era mayor. Se asustó tanto que se quedó inmóvil por tiempo indeterminado.
Tenía repulsión por este tipo de bichos y no quería siquiera acercarse, más cuando notó el tamaño y su pose. Decidió buscar algo con lo cual aplastarlo, y si era necesario, cambiaría las sábanas y el cubrecamas.
Otra zapatilla fue suficiente. La levantó del suelo y, al mirar dentro de ella, notó una cola con punta y la tiró lejos. Pensó que estaba siendo invadido por estos
horrendos insectos y que debía fumigar la casa cuanto antes. Esa noche había visto al menos tres y seguro que habría otros tantos más.
Buscando una solución, se tomó unos minutos y fue al baño; se mojó la cara pensando cómo haría para deshacerse de la plaga: lo mejor sería poner todo el veneno disponible. Dentro del baño escuchó sonidos raros, como pisadas leves acercándose del otro lado. Apoyó la oreja en la puerta, pero no volvió a sentirlas. Entonces creyó que estaba sugestionado por la situación. Revisó a su alrededor y tampoco encontró nada,
lo que le hizo sentir cierto alivio.
Como de madrugada no iba a encontrar ningún negocio abierto, fumigó como pudo, desechó el envase en el cesto de la basura y cerró la puerta de la habitación para que ningún escorpión escapara del veneno. Intentó conciliar sueño en un sofá pequeño en el living; se tapó con una manta y, por el cansancio, se durmió profundo.
Tal vez su cabeza le jugaba una mala pasada, ya que en su sueño también lo perseguían los insectos. Repitió lo sucedido en la habitación, pero el tamaño de los escorpiones era inmenso, casi como el de un animal pequeño. Despertó agitado y miró a su alrededor.
La oscuridad era apenas invadida por la luz del foco de la calle que entraba esquivando la cortina. Caminó hasta la habitación, apoyó la oreja en la puerta y creyó sentir las puntiagudas patas advirtiéndole su presencia. Aterrado, alejó la cara de la fría madera y su respiración se aceleró; quiso ingresar a ver qué sucedía, pero antes de girar la perilla se detuvo. Pensó mejor sus acciones y decidió esperar a que el veneno los matara. Volvió al comedor y se durmió en una silla, con la cabeza sobre sus brazos y apoyado en la mesa. No supo cuánto tiempo estuvo allí, cuando otro sonido lo despertó. Era apenas y muy leve el caminar de los artrópodos que lo perseguían, ¡otra vez! Le sorprendió el fino oído que había adquirido o tal vez estaba soñando de nuevo; no lo supo bien hasta que levantó el torso y vio sobre la mesa más escorpiones. ¡Eran demasiados! El miedo lo hizo caer al suelo. Desesperado, se levantó e intentó salir de la casa, pero sobre la puerta había más. Estaba atrapado. Gritó por ayuda pero nadie atendía su llamado. De a poco fueron multiplicándose más y más; miles en el suelo y en las paredes. Pisó y mató los que pudo, pero su esfuerzo no fue suficiente. Corrió hasta el baño y se encerró; parecía ser el único lugar en donde estaba a salvo. Intentó calmarse a la vez que ponía toallas bajo la puerta para que tampoco ingresaran. Tapó entradas y salidas de aire; quería sobrevivir. Como pudo, durmió apenas.
Miró su reloj: era la hora que siempre se despertaba para ir a trabajar. Puso su oreja en la puerta una vez más; afuera no había ruidos, como si el tiempo se hubiese detenido para que ningún sonido interviniera con la agudeza auditiva que ahora poseía. Nada.
Abrió la puerta despacio y miró la mesa: no había insectos. Fue hasta la habitación, se apoyó en la madera y tampoco tuvo respuesta. Más aliviado, se atrevió a ingresar. Ni siquiera sintió olor a veneno. Le pareció raro, pero sin bichos a la vista tenía la sensación de una batalla ganada.
Por último, se agachó para ver debajo de la cama, el único lugar oscuro que le quedaba. Apenas acercó la cara al suelo, unas enormes pinzas lo jalaron y gritó de dolor...
Despertó de mañana. Se quedó inmóvil y examinó su cuerpo otra vez. ¿Había sido un sueño? Respiró hondo y se alivió; al menos no tendría que lidiar más con esos monstruos y se convenció de que había sido una pesadilla.
Finalizado el asunto, debía seguir con su rutina diaria. Se preparó en silencio, pero antes de salir, vio el cesto de basura: dentro se encontraba el envase vació del veneno.

Algo extraño sucedía; en su entorno todo seguía igual, pero tenía una sensación muy rara. Fue entonces que escuchó las miles de patas caminar, ¡acercándose hacia él! Corrió a su cuarto y, al abrir la puerta, descubrió la verdad: su cuerpo aún yacía inmóvil en la cama, mientras miles de escorpiones se daban un festín.

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