02. El translador

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Cuando, en la habitación de Ginny, la señora Weasley la zarandeó para despertarla, a Aetherius le pareció que acababa de acostarse.

—Es la hora de irse, Aetherius, cielo —le susurró, dejándolo para ir a despertar a Ginny.

Fuera todavía estaba oscuro. Ginny decía algo incomprensible mientras su madre lo levantaba.

Luego la señora Weasley fue a despertar a Hermione, que llevaba el pelo más alborotado que nunca.

—¿Ya es la hora? —preguntó Ginny, más dormida que despierta.

Se vistieron en silencio, demasiado adormecidas para hablar, y luego, bostezando y desperezándose, las tres bajaron la escalera camino de la cocina.

La señora Weasley removía el contenido de una olla puesta sobre el fuego, y el señor Weasley, sentado a la mesa, comprobaba un manojo de grandes entradas de pergamino.

Levantó la vista cuando los chicos entraron y extendió los brazos para que pudieran verle mejor la ropa. Llevaba lo que parecía un jersey de golf y unos vaqueros muy viejos que le venían algo grandes y que sujetaba a la cintura con un grueso cinturón de cuero.

Cuándo bajaron se encontraron a todos excepto Percy, Bill y Charlie.

—¿Por qué nos hemos levantado tan temprano? —preguntó Ginny, frotándose los ojos y sentándose a la mesa.

—Tenemos por delante un pequeño paseo —explicó el señor Weasley.

—¿Paseo? —se extrañó Harry—. ¿Vamos a ir andando hasta la sede de los Mundiales?

—No, no, eso está muy lejos —repuso el señor Weasley, sonriendo—. Sólo hay que caminar un poco. Lo que pasa es que resulta difícil que un gran número de magos se reúnan sin llamar la atención de los muggles. Siempre tenemos que ser muy cuidadosos a la hora de viajar, y en una ocasión como la de los Mundiales de quidditch...

—¡George! —exclamó bruscamente la señora Weasley, sobresaltando a todos.

—¿Qué? —preguntó George, en un tono de inocencia que no engañó a nadie. —¿Qué tienes en el bolsillo?

—¡Nada!

—¡No me mientas!

La señora Weasley apuntó con la varita al bolsillo de George y dijo:

—¡Accio!

Varios objetos pequeños de colores brillantes salieron zumbando del bolsillo de
George, que en vano intentó agarrar algunos: se fueron todos volando hasta la mano extendida de la señora Weasley.

—¡Os dijimos que los destruyerais! —exclamó, furiosa, la señora Weasley, sosteniendo en la mano lo que, sin lugar a dudas, eran más caramelos longuilinguos —. ¡Os dijimos que os deshicierais de todos! ¡Vaciad los bolsillos, vamos, los dos!

Fue una escena desagradable.

Evidentemente, los gemelos habían tratado de sacar de la casa, ocultos, tantos caramelos como podían, y la señora Weasley tuvo que usar el encantamiento convocador para encontrarlos todos.

—¡Accio! ¡Accio! ¡Accio! —fue diciendo, y los caramelos salieron de los lugares más imprevisibles, incluido el forro de la chaqueta de George y el dobladillo de los vaqueros de Fred.

—¡Hemos pasado seis meses desarrollándolos! —le gritó Fred a su madre, cuando ella los tiró.

—¡Ah, una bonita manera de pasar seis meses! —exclamó ella—. ¡No me extraña que no tuvierais mejores notas!

El ambiente estaba tenso cuando se despidieron. La señora Weasley aún tenía el entrecejo fruncido cuando besó en la mejilla a su marido, aunque no tanto como los gemelos, que se pusieron las mochilas a la espalda y salieron sin dirigir ni una palabra a su madre.

ETÉREO - HARRY POTTERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora