Un anillo y una promesa

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Siento una combinación intensa de emociones. Algo de ilusión por volver a verlo después de tanto tiempo. Terror por la incertidumbre que me produce no saber cómo va a reaccionar. Ansiedad por lo que puedan pensar nuestros amigos. ¿Vergüenza por haber desaparecido de su vida de forma tan abrupta?

Llego a la casa de la fiesta en lo que se podría considerar «a horario». En realidad, estoy atrasado veinte minutos, pero nadie nunca llega a tiempo. Es mejor tardar un poco y no ser el primero, bebiendo en una esquina solo y siendo el único al que ven todos los demás al entrar... ¿Suena demasiado específico? Es porque me ha pasado. Desde aquella vez, ya aprendí la lección.

Toco el timbre de la entrada y espero mientras me acomodo la campera. Me sudan las manos a pesar del frío invernal que hace aquí afuera. Bueno, en verdad recién comienza el otoño, pero soy el tipo de persona que divide el año en dos estaciones: invierno cuando hace frío y verano cuando hace calor. Y hoy tocó un día particularmente fresco.

Aparece mi amigo, el anfitrión de la fiesta, por la puerta de la casa y atraviesa presuroso el pequeño patio delantero. Desde atrás se escucha un murmullo de gente. Nos saludamos con un abrazo y un beso en la mejilla. Alan me guía a través de su hogar, como si yo no hubiera venido en incontables ocasiones, hasta llegar al patio trasero. Miro nervioso a toda la gente, esperando tropezar con alguna cara conocida, aunque en el fondo sé que no voy a encontrar muchas: mi amigo me avisó que la mayoría de los invitados serían desconocidos para mí. Aún así, me gustaría ver a alguien de nuestro grupo.

Empiezo a girar uno de los anillos de mis dedos. Tengo dos anillos en la mano derecha. Uno es de acero inoxidable y está cubierto por algunas cruces; no es que sea alguien religioso pero me parece muy bonito. El otro es ancho y de superficie lisa, hecho de un metal un poco menos usual: cobre. Por la parte interna, tiene grabada la consumación de un amor que no llegó a darse. Este último es el que hago girar para calmar mis nervios.

Mi amigo se excusa y me deja un vaso en la mano. Tiene que ir a cumplir su deber como anfitrión. Me llevo el vaso a la nariz y el olor intenso del alcohol invade mi sentido del olfato. Le doy un sorbo y primero percibo el sabor dulce del jugo de naranja; luego de tragar, siento en la garganta la amargura del alcohol. En una solución, el solvente es la sustancia que está presente en mayor cantidad y el soluto aquella que se diluye en el solvente. En esta bebida puedo asegurar que el solvente es el vodka.

Solo conozco a una chica que sería capaz de hacer un destornillador tan fuerte. Voy hacia la cocina y efectivamente mi amiga está allí, viviendo su fantasía de bartender entre vasos y botellas. La saludo con un fuerte abrazo y le pido que le añada más jugo a mi trago. Ella me mira con incredulidad, como si lo que preparara fuera tan liviano que hasta un niño pequeño podría tomarlo, pero accede a mi petición.

—¿Ya saludaste a Tomás? —me pregunta con un deje de picardía, mientras yo tomo un sorbo del vaso.

Me sobresalto ante ese comentario y casi me ahogo con la bebida. Siempre sospechó que había algo entre nosotros, pero no está enterada de lo que ocurrió en estos últimos meses. Toso unos segundos antes de responder:

—¿Qué? ¿Ya está aquí?

—Así es, Alan me dijo que llegó antes que todos. Estaba en el patio hasta hace un momento. —La veo estirar el cuello para mirar a través de la ventana que da hacia el patio de atrás—. Sí, mira, está viniendo para aquí.

Suerte que dejé mi vaso en la mesa o ahora mismo estaría ahogándome de nuevo. Lanzo miradas desesperadas por toda la habitación para buscar algún escape. Sé que quería volver a verlo, pero no de esta manera. No en una situación que me tome desprevenido. No donde no pueda controlar la mayor cantidad de variables posibles. Y definitivamente no frente a nuestros amigos. Por desgracia, la única salida es la puerta que está cruzando en este mismo momento Tomás para alcanzar la mesada.

Nos saluda a ambos con una sonrisa enorme y a mí me mira a los ojos por lo que parece una eternidad, para luego asentir. Bebo de mi vaso; la excusa perfecta para no tener que hablar. No paro hasta ver el fondo. Nunca fui alguien que soporte mucho los efectos del alcohol, así que terminar todo ese contenido en un solo sorbo ya me hace sentir un poco atontado. Me quedo mirando hacia afuera, al agua de la piscina que, de un modo hipnotizante, refleja las luces del patio.

Un grupo de chicos con varias copas de más entra a la cocina y el ruido que hacen me saca del ensimismamiento. Volteo a ver a Tomás y él me hace señas para que lo acompañe afuera. Lo sigo, renuente y curioso, no sin antes recargar mi vaso.

Caminamos hasta una esquina y él se queda parado un momento, mirando a la pared. Cuando se da la vuelta, tiene un semblante serio y los brazos cruzados.

—No me saludaste en mi cumpleaños —me dice intentando mantener la expresión, pero al final se le escapa una sonrisa. Sé que está bromeando; no es el tipo de persona al que le molesten esas cosas.

—No estábamos en lo que se podrían considerar buenos términos. —Pero sí lo recordé. Cómo habría de olvidarlo, si la joya que llevo puesta me lo recuerda todos los días.

El anillo, el que tiene talladas nuestras iniciales, nunca fue mío en realidad. Desde la concepción misma de la idea de fabricarlo ya le pertenecía. Puedo recordar a la perfección la ilusión que se hizo cuando prometí regalarle una mentecobre para que llenara con sus recuerdos. No podía dejar de saltar de emoción al enterarse de que su regalo era una referencia a su saga de libros favorita. Fue una pena no haber podido dárselo a tiempo por haber sido demasiado débil como para afrontar los hechos.

—Pero sí preparé tu regalo. Creo que es momento de que te lo dé —continúo.

Me saco el anillo de cobre y le extiendo mi palma para que pueda tomarlo. Cuando me toca por accidente con la punta de sus dedos, siento una corriente eléctrica. Dejar ir ese objeto me duele un poco. Era lo último que tenía que me recordara a él y también la última excusa que tenía para volver a verlo. Me prometí que, si sucedía, esa sería la última vez.

Su sonrisa de felicidad me enamora una vez más mientras me muestra cómo le queda el anillo en su mano. Yo solo siento ganas de llorar y esquivo su mirada como puedo. Intenta abrazarme pero lo detengo en seco. Noto que inclina la cabeza, tal como haría un cachorro, como solía hacer siempre que estaba confundido, y en cada una de esas veces, a mí se me derretía el corazón. De repente, abre mucho los ojos, como también hacía siempre que lograba resolver un acertijo, y su rostro deja de mostrar sus hoyuelos; ahora tiene las comisuras de los labios caídas y el entrecejo fruncido. El enigma de hoy éramos nosotros: qué sucedería entre los dos luego de este momento. Puedo apostar a que él ya lo dilucidó por ambos.

Una nueva pregunta se me presenta: ¿qué haré yo, ahora que cumplí mi promesa? Hasta ayer tenía asumida la idea de vivir sin él, pero en esta noche el futuro me parece más incierto que nunca, y eso me aterra. Las lágrimas comienzan a caer por mis mejillas y me doy la vuelta antes de que se dé cuenta. Me alejo sin dejarle tiempo para reaccionar. Si tengo la suficiente fuerza de voluntad, hoy habrá sido la última vez que nuestros caminos se hayan cruzado.

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